Condesa Firtuosa ©1 Chsiseo Amoroso qoe s© ILlevó ©n la Corte lo había contado, ni pensaba contárselo, a su marido. ¿Para qué? Había respondido tan duramente porque le irritó que el rey mezclara en este asunto a una tercera persona, pero no necesitaba a su marido para defenderse de los ataques del monarca. Por otra parte, hacía días que ella los esperaba. Y aún máa directos y brutales... De todos modos, era halagadora esta timidez del rey. ¡Tantos miramientos ante una pobreci-ta mujer en el dueño absoluto de Francia! La condesa no pensaba corresponder jamás y le aterraba la idea de que se divulgase la pasión real, pero en el fondo, en el fondo de su alma, mezclada con el terror, nadaban unas vetas de insospechada alegría ... CONVERSACIONES Y ARREGLOS Pocos días después la corte se trasladó a Fontainebleau, y con ella, la condesa y su marido. En el delicioso retiro la etiqueta cortesana se hacía más elástica, los palaciegos pasaban los días organizando fíes tas y diversiones variadas, siguiendo su humor del momento. La condesita, poco amiga de bullicios, gustaba de pasear por el rumoroso bosque, sin más compañía que algunas de sus doncellas. Súpolo el rey, y, más decidido que nunca a hacer valer los derechos de su pasión, una tarde, en que ella se había metido en un rincón intrincado del bosque, salió a buscarla escogiendo un a-tajo que permitiera creer casual el encuentro. Palideció la condesa, y más cuando vió que el séquito del monarca se alejaba y que bus doncellas hacían lo mismo. Una vez sin testigos, el rey clavó en ella sus ojos, y exclamó, apasionadamente: 7—Confesad, señora, que este solitario lugar es cobijo muy propicio para los tristes pensamientos de un amante infortunado. La inminencia del peligro infundió valor a la condesa, y respondió, graciosamente: —Como yo no he experimentado jamás esta clase de infortunios no sé qué deciros, señor. *—Si lo ignoráis por propia experiencia—dijo el rey—debierais conocerlos al menos, por los que hacéis sufrir a los demás. —No sé lo que Jos otros sienten por mí, pero si hubiere alguno en el estado que decís, hará bien, creedme, buscando la paz de su alma en el olvido de mi persona. —¡Ah!—replicó el rey violentamente—. ¿Es posible dejar de pensar en vos? ¿Cómo dar sosiego al alma cuando ee han visto una vez esos encantos, que no podéis ocultar? —Escuchando la voz de la justicia y la razón ... -—Y ¿qué justicia nos prohíbe amar lo que es amable? —La que se debe uno a sí mismo y la que se debe a los demás—repuso ella, eiempre con el aire inocente de asistir a una plática de sobremesa. —Pues bien, señora; yo os hago esa justicia amándoos como os amo, porque no veo, bajo los cielos, nada tan amable como vos, y me la hago a mí mismo, porque tengo un corazón sensible, y la pasión en que se consume me es más cara que mi propia vida... Creedme, señora, yo me he dicho a mí mismo cuanto podríais decirme para combatir mi pasión, pero es más fuerte que todo cuanto puede oponérsele. Acaso vuestros rigores podrían destruirla, pero, desengañaos, a la vez y antes destruirían mi vida. Pronunció el rey estas ultimas palabras con tanta emoción y tanta vehemencia, que la condesa, tocada en lo más íntimo de su corazón, no pudo impedir que de sus ojos corrieran algunas lágrimas. A su vista, interpretándolas mal, el monarca estuvo a punto de lanzar un grito de júbilo. Callaron ambos un largo rato, ai cabo del cual, más serena, la condesa, dijo: —Señor: comprenderéis mi sorpresa ante lo que acabo de oír... Ahora esperáis mi respuesta. Sólo puede ser ésta: si necesitáis mi vida para ser feliz, estoy presta a sacrificárosla... Pero si vuestra majestad pretende otra cosa, quiero que sepa que renunciaría a mil vidas, si las tuviera, antes de abandonar lo que me es más querido que mi vida y que el bienestar de mi rey. Y era tan firme el tono de sus palabras, que Luis XIV tembló por su amor. Pero buen guerrero, al fiu y al cabo, sabía que la pequeña ventaja de hoy pue de ser base para la grande de mañana, y dijo: —Os hice saber, señora, y ob lo repl- 1i|gi i®# iiil g vSxXteKtKx :: ■ ?• • • . \ : A/ » Asá Madame de Mouitespan, la condesa virtuoso ü ee, que no os pido nada que vaya contra vuestros deberes. Sólo quiero que me dejéis contemplaros de cuando en cuando y que me dejéis hablaros de mi amor. Es la única manera de que mi pasión no me ahogue. —Pero, ¿sabréis conformaros con esto? —Sí sabré, puesto que mi amor no es un amor vulgar; pero si no supiera, siempre estaréis a tiempo de prohibir la que ahora concedáis. La condesa veía muchos peligros en estas libertades, pero tampoco quería negarse en absoluto por miedo de que el rey sospechase que se negaba por debilidad y redoblase sus ataques. Sin embargo, le hizo notar que aunque estaba segura de la discreción real y de su virtud, no faltaría quien interpretase mal las visitas del rey a una simple condesa, y si era verdad, como todo el mundo decía, que, hasta entonces,"* el rey había conseguido el amor de cuantas damas se había propuesto, nadie con sideraría que ella pudiere ser una excepción. Pero el rey replicó a todas las razones, y como la condesa vió que persistía en su designio de visitarla, tuvo mié do de herirlo y calló. Pero como los a-mantés de todo toman píe, el rey interpretó a su favor el silencio de la condesa. Y así se separaron. El rey continuó su paseo con los que le acompañaban, y la condesa se volvió hacia el castillo con sus doncellas. EL BESO ROBADO Como otros principales caballeros de la corte, el conde y la condesa vivían en el propio palacio de Fontainebleau. Una tarde, a. la hora pesada de la siesta, acertó el rey a pasar por delante de la habitación de la condesa, y vió que la puerta estaba entreabierta. Iba Luis XIV solo, y en aquel momento no había nadie en el pasillo. Sintióse atacado el monarca de la curiosidad de contemplar el santuario de su amada, y, sin pensar en las consecuencias, empujó la puerta y entró. La habitación estaba envuelta en una suave penumbra que apenas servía sino para dibujar las masas de los objetos. Mantúvose inmóvil el rey durante unos minutos, hasta que sus ojos, habituados, comenzaron a ver. ¿Qué ven? En el fondo de la estancia una especie de cama turca y alguien que rebulle sobre ella. Cierto. Ahora puede advertirse, clara, distinta, mágica, una armoniosa y dulce respiración. ¿Ella, quizá? El rey ee ha ido acercando lentamente. Sus pupilas, abiertas hasta el paroxismo, captan loa más te nues matices de luz y color. Le parece que un rojo sol de mediodía alumbra sobre sus cabezas. ¡Sí, ella es! Más bella, más adorable que nunca, apenas cubierta por las ropas que el calor rechaza .. El rey queda transido de amor y de espanto junto a la cama. Quisiera castigar sus ojos por el sacrilegio que cometen saciándose en la hermosura de la mujer, y no imagina con qué clase de muerte podrían amenazarle para a-Trancarle de aquel lugar. ¡Qué tranquila, qué feliz, que honestamente duerme la condesa! El rey había soñado mil veces tenerla así entre sus brazos y ahora que está a su alcance, no se atreve a tomarla. Va a marcharse, pero antes se inclina y, delicadamente, pone sus labios sobre la nacarina garganta .. Dos, tres veces. ¡Un grito! La condesa despierta y se incorpora de un salto. Ve al rey, piensa que sus doncellas la han vendido, y, llena de indignación, exclama: - —¡Fuera, monstruo execrable! ¡Quitaos para siempre de mi vista, o matadme, ya que hablar así cometo un crimen de lesa majestad! El rey trató de apaciguarla con palabras; pero ella no las quiso oír, y, deshaciéndose de sus brazos, escapó a la habí tacón contigua. I.os gritos de la condesa habían sido oídos por varias personas, entre ellas por el marido, el cual, reconociendo la voz de su mujer, corrió para ver qué sucedía y llegó a la puerta de la habitación en el momento que el rey trataba de salir. Preguntaron los ojos del marido, y el monarca prefirió decir la verdad a dejar que cayeran sospechas sobre la condesa. Así, habló de esta franca manera: —Veo, conde, que sufres por tu mujer y que quieres saber la causa de sus gritos. Te la voy a decir. La culpa es mía. Pasaba por aquí, he visto la puerta abierta y se me ha ocurrido entrar. He encontrado a la condesa dormida, he sentido la veleidad de darle un beso, y ella ha despertado sobresaltada. Nada más. Conde, debes felicitarte de tener una mujer tan cosquillosa. Yo sé de muchas que, en vez de despertarse, se hubieran vuelto a dormir, o lo hubieran simulado. El conde se creyó obligado a responder al rey cortesanamente, y le dijo: —Señor: mi mujer no es distinta a las otras, y si hubiera sabido que era vuestra majestad, también hubiera simulado sueño más pesado; pero dió los gritos antes de reconoceros. —Te aseguro que me había conocido —dijo el rey—, y si siempre es tan fran ca como ahora, no tienes que sentirte celoso. La cosa no ee llevó más lejos. El rey despidió al conde, quien no tuvo la menor sospecha de la verdadera razón de lo ocurrido, y se retiró a su gabinete. La condesa, pasado su espanto, volvió a bu habitación y riñó severamente a bus criadas por haberla dejado sola. LA PARTIDA DE CAZA Durante unos días, el rey estuvo muy preocupado del efecto que habría causado en la condesita su audaz atrevimiento, y rehuyó las ocasiones de ver-la; pero la primera vez que la vió en compañía de sus damas, comprendió que se había equivocado. La condesa no/ lo había tomado tan a mal como él creía. Se indignó al principio, porque creyó en un lazo tendido contra su virtud entre el monarca y sus doncellas, pero, convencida de que (odo había sido hijo del azar, no podía censurar que un enamorado lo aprovechara. Además, comenzaba a comprender muy bien los arrebatos pasionales, porque, en el fondo de su alma, los compartía, pero su virtud inquebrantable los ahogaba en el mismo fondo del alma donde nacían. Viendo el rey que la condesa no estaba tan mal dispuesta como pensaba, intentó dar un nuevo asalto, y, al efecto, dispuso una gran partida de caza, en la que tomarían parte caballeros y damas de la corte, y, naturalmente y en primer término, su condesita. * Así se hizo, y el día señalado salieron a los bosques de Fontainebleau, formando el cortejo más vistoso y lucido que pueda soñarse. Comenzó la batida con tal entusiasmo y fueron tantas las vueltas y revueltas que los incidentes de la partida obligaron a dar, que pronto los cazadores estuvieron desparramados por las inmensas arboledas. El rey no perdía de vista a la condesa, a quien consideraba ya como su presa. El duque de La Feiiillade, a cuyo cargo estaba la organización de este negocio, se supo dar tal maña en la distribución de puestos, que, de pronto, el rey se encontró a solas con la condesa en el lugar más retirado del bosque, un hondo y estrecho valle cubierto de altí--simos árboles, y en e fondo de cual corría un murmurador arroyo. Imposible que nadie les sorprendiera allí. So sentía el rey completamente feliz, cuando, al mirar el rostro de la amada, vió que éste había cambiado por completo. Había empalidecido, y un sudor frío le perlaba la frente. Era que se había dado cuenta de la maniobra y se sentía como una inocente paloma en las garras de un milano. Hizo cuanto pudo, sin embargo, por serenarse, y a inedias lo consiguió. —Es muy bonito lugar éste -dijo—; pero es extraño que no se vea a nadie. Subamos a uno de estos cerros y veremos donde han ido nuestros compañeros. —No os preocupéis, señora. Demasiado pronto los encontraremos, y puesto que encontráis agradable esto lugar, gocemos de él. Dicho esto se bajó del caballo y quiso ayudar a la condesa a hacer lo mismo. Esta se opuso, pretextando que andaría más cómoda a caballo, p< ro tanto insistió él, que se dejó hacer. Ató el rey los caballos a un árbol y, tomando a la condesa por la mano, la invitó a sentarse en el mullido y verde césped. —Reconoced, señora, que es este un paraje encantador—dijo el monarca. —Así me parece; pero su soledad me espanta un poco. ¿Puede haber soledad a vuestro lado?- exclamó el rey, apasionadamente —. Vuestra presencia llena el Universo. !Toda la vida junto a vos, aquí, y renuncio de buen grado a las magnificencias de mi corte! Y ai decir esto tomó una de las bellas manos de su amada, ]a apretó fervorosamente contra su corazón, y luego la besó repetidas veces con infinita ternura> Ella, mitad por temor, mitad por amor, se dejó hacer; pero el rey no estaba dispuesto a contenerse, y, acto seguido intentó abrazarla. Entonces la condesa se desasió, y dijo, severamente: —¿Para esto me habéis traído hasta aquí? / Luego suplicante, añadió: —Ruégeos, señor, que montemos de nuevo a caballo y vayamos en busca de nuestros compañeros. —¿Dónde queréis ir, señora? No sabemos la dirección que han tomado y podemos perdernos. Lo más seguro es esperarlos aquí. —Pero, ¿qué dirán de vuestra majestad y de mí cuando sepan que hemos estado juntos en este desierto lugar du-