míos en loor de nuestras hazañas, porque tantbién vos y yo danzamos en la danza! Pero sorpréndase su merced, y páseme de oír que no hay tales moros..... — No entiendo qué moros puedan ser esos, —interrumpió Rocinante. -—Quise decir, —prosiguió el rucio— que ese Cide Hamete Benengeli no es otro que un tal Miguel de Cérvan tes Saavedra, que tiene más de español y de cristiano que de moro. —Mis sospechas y mis barruntos me tenía escondidos—replicó Rocinante—de que a ingenio español se debía libro con tanto arte formado. Muchas veces he oído hablar de tal Cervantes, de quien todos encarecen la bondadosa condición. Sábete que es autor de muchas obras de amena y sabrosa lectura, entre las cuales hay comedias y novelas y poesías, y corre como válida la especie de que no pocas de todas ellas andan sin el nombre de su dueño. Amén de la gloria que con su pluma se tiene conquísta la, otros méritos le adornan que dejarían satisfecho al más descontentadizo. Por servir a Dios y al Rey fu2 grao soldado, valeroso por extremo, de que dió muestras en el más riguroso encuentro naval de que dan noticias las historias, de donde sacó la una mano crudelisímamente estro peada, y la otra dispuesta a escribir cosas de tanta prcí.» que serán admiración de las futuras edades. Pues dígote que es hombre de corazón hidalgo, de muy cristianos sen*" timientos, paciente en la adversidad, de criterio recto, acertado en juicios, afable y discreto, donairoso y agudo, sin tachas en la reputación (por mucho que infames y calumniadores hayan tratado de ponérselas,) de noble continente, y la honradez en persona. —¡Gracia de Dios, y qué buen‘sujeto! —exclamó ei rucio.— Por supuesto que el Rey le tendrá a su lado, y le sentará a su mesa, y le habrá llenado de honores y mercedes, como a vasallo leal. Pues 'de los títulos y riquezas que habrán amontonado sobre sus espaldas! ¡Y el codearse con principes y nuncios y cardenales! ¡Y el hablarse de tú por tú con duques y grandes y señorías de alcur-, nial -j —¡Y cuán desacertado vas en lo que dices, rucio! Gustan más los hombres de premiar la intriga y las maías artes que de agasajar a la virtud pobre y austera. Suelen los monarcas ser ingratos; indiferentes los príncipes; mezquinos los magnates; tornadizos los mecenas; ruines los favoritos y los validos envidiosos; pero en medio de estas miserias brilla la magnanimidad de un conde de Lemus y de un don Bernardo de Sandoval y Rojas, dignos de“que las muchedumbres veneren hasta las letras de sus nombres. Pero mira de rascarme el lomo que, por mi vida, me duele demasiado, y vete con tiento de no lastimarme las mataduras que tú sabes, que harto con el sol me escuecen y car-2z_cpmen. z Hizo el rucio cuanto le mandaban lo mejor que supo y lo entendió. * —Polvos son estos de aquellas lodos, señor don Rocinante! Tal escozor y tales dolames vienen de aquellas caídas y de aquellos palos de marras. Si cuando vi a su merced volar por los aires en aquella desdichada «aventura de los molinos, me pensé que ahí se dejaba la vida con h de ése mal andante caballero que fue don Quijote, cuya ceguera o la locura en mala hora le permitió acometer tan descomunal y nunca vista batalla. —Gigantes habrás de decir, rucio, y no molinos. ¿Piensas, necio, que de haber visto molinos, saliera yo 3 todo el cower de mi galopé? —¡Pero es posible —exclamó el rucio, alarmado de lo que oía,— es posible que la lectura de esos condenados libros de caballerías haya echado a perder también el sesudo entendimiento que su merced gasta y a las veces prodiga! ¡Pecador que yo soy, si en todo lo que llevamos de vida hemos topado con gigantes, ni jamás he sabido que persona cuerda los haya visto, como no fuera en retablo y en las fiestas del Corpus! Le repito que se deje de embelecos, que es tentar a Dios decir necedades. Y cuénteme: ¿qué le dio a su merced, o qué aquijón le punzó la carne para descompasarse y atreverse con las señoras jacas de los yangüeses? Siempre oí a mi amo deshacerse en elogios de su merced, poniendo por las nubes sa reca to y limpieza, haciéndose lenguas de su honestidad y d su índole casta y comedida. ¡Por Dios, que eso fue traza de a|¿ún maligno encantador que os mira con malos ojos! /-t-¡Paréceme que os burláis, seor borrico! —replicó Rocinante, sacudiendo la cola con despecho. —A eso qu2 preguntas, bellaco, te respondo: que aquella fue mi última salida, y de entonces acá hice firme y duradero propósito de enmienda, y de ello puedes dar fe y testimonio cada -y cuando se presente la oportunidad, por ser de constancia tuya mi sincero arrepentimiento, y dado el caso de no constarte, con yo afirmarlo habías de tenerlo por la verdad misma. Y a aquel, quienquiera que sea, que tratare o tuviese designio de menoscabar mi crédito, desde ahora le digo que es un medroso malandrín, y que miente y mentirá cada vez que osare pronunciar cosa tan contraria a la justicia y al respeto que se me deben; y -que si fuera más cristiano de lo que aparenta ser, no me quitara así la honra, y tan sin provecho suyo. Y si a pesar de mi protesta, valido y amparado de mi vejez, persevera en su falaz aseveración, si es caballero, desde este momento le reto a formidable contienda, quier venga solo e inerme, quier en compañía y armado de todas armas; que si en trance tan difícil Dios me acorre y me ayuda, no me faltarán ni bríos, ni empuje ni alientos para poner los puntos y las tildes; y, si como me presumo (por ser anejo a villanos profezar de las gentes,) villana es su condición aviesa, declaro sin ningún valor cuanto él afirmare o sostuviere, viniendo como viene de un descomedido y mal mirado que no sabe de achaques de honestidad. Y vámonos a aquella sombra, donde pienso echarme, que parece que se me parten los cascos, tal dolor me produce el estar en pie. Así diciendo, empezó a andar con mucha fatiga y dando señales de estar muy agobiado, porque amén de los años, que no eran pocos, tenia muchos ajes en el desfallecido cuerpo. Sucedió con Rocinante lo que acontece con las personas que se añejan en un oficio: hacen de él su costumbre y su .Vida, y no bien los jubilan, merced a su inutilidad, mayor cada día, que a su pasado meritísimo, sienten que les abandonan las fuerzas, se desmedran, se enjutan, se amojaman, y al cabo de poru dan en el suelo, rendidos por el peso de su miseria. Vínose abajo aquella máquina, sin estruendo ni alboroto, que nunca fue para mayor cosa que la de cargar y sostener sobre sus lomos la más descabellada y portentosa locura en que dio loco alguno. De nada sirvieron los discursos y exhortaciones que el rucio se émpeñó en prodigar al rocín; de nada los buenos bocados con que Sancho solía regalarle; de nada cierto ungüento con que trataron de curarle las mataduras; de nada en fin, la gloria de que se vería circundado cuando el Señor fuese servido de avivar el entendimiento de los hombres y retinarles el gusto y hasta mejorársele ‘ en tercio y quinto. Apenas el rubio Apolo requebraba de amores a la pudibunda Aurora, encendida en rubor y oculta tras los ^cortinajes gualdados de Oriente, cuando Rocinante, en medio de horribles congojas, a juzgar por las contorsiones y sacudimientos que le tenían en hilo, entendió que se moría sin remedio. Hizo acopio de fuerzas para levantarse, pero sólo consiguió erguir la cabeza, y paseando la mirada de sus oscurecido^ ojos por aquellos campos donde flore-