I PAGINA DEL MINISTERIO .... —i--- " ¡i ... ' CAPITULO DC EL MINISTERIO DE INTERCESION IMPOSIBLE es que una substancia incombustible se encienda ni prenda fuego a otra. Antes de posarse sobre su cabeza la lengua partida de fuego, o de poder encender una llama en los corazones de sus oyentes, el corazón del predicador debe estar ardiendo con el fuego santo. La predicación es el ministro de la intercesión. El sermón se convierte en una apelación a los oyentes, como si Dios les estuviera rogando por medio de sus embajadores. ?,Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios". El objeto de la predicación es persuadir a los hombres e inducirlos a obrar. El argumento, las ilustraciones, el desarrollo del asunto , son simplemente los medios para un fin, el de influir en las voluntades de los oyentes. No basta instruir, pero ni aún convencer; lo que el predicador necesita es un veredicto. Los miembros del jurado no sólo deben estar convencidos, sino que han de tener el valor de obrar conforme a dicha convicción. Debe eliminarse del sermón todo lo que no tiende a persuadir. En vano será tcdo si la declaración del jurado no es favorable al predicador. Este está dispuesto a ceder a su auditor todos los puntos, con excepción de uno, en el cual desea que ellos cejen, puesto que debe ganar el caso en cuestión. A toda costa tiene que salvar a algunos. Imitando el tacto de San Pablo se hace todo a todos. Está dispuesto a rendir todas sus opiniones en otros asuntos con tal de persuadir a los hombres a que acepten la salvación. Este es el punto de ataque del ministro: para llegar a él los predicadores se han preparado bien y hecho los debidos estudios, han procurado obtener el dominio de sí mismos, organizado las fuerzas de la Iglesia. Problema de actualidad es siempre esta de la línea de ataque y la manera de atacar eficazmente para destruir el poder del enemigo.. Los predicadores se mueven entre dos líneas, la vanguardia, o la línea de ataque, y la retaguardia, o postrer línea, que cubre las' marchas. En las filas del ministro no se dan de baja los predicadores obligados por lo avanzado de su edad ni el estado de salud que guardan, sino por falta de amor a las almas. Todo el mundo quiere al que áma. Ningún predicador del Evangelio, cuyo corazón rebosa del amor santo del prójimo, deja de tener quien le escuche. Al anciano San Juan, que ya no podía ni subir al púlpito, no le faltaban nunca oyentes que escucharan su sermón: "Hijitos míos, amaos unos a otros." Mas el predicador es quien el gusto de predicar es mayor que el amor de sus semejantes, sea joven, sea de edad madura, descubre pronto que aunque hable lenguas humanas y angélicas nada le vale, porque las simplezas vienen a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe. Pueden asustar o aun complacer, pero no llegan nunca a salvar. Los predicadores que se sienten cansados de tratar de salvar almas,. tanto en sus visitas pastorales como por medio de la predicación, y en cuyos sermones no se encuentra el espíritu de intercesión por los hombres ni con los hombres, están próximos a pasar de la línea de vanguardia o de la retaguardia. El individuo que arroja el fusil o la espada, y que tiene miedo de pasar a la vanguardia, aunque siga al ejórcito en sus marchas, no puede llamarse soldado. Después de todo la línea mas segura es la del ataque, porque es eHug^r de la juventud perpetua. ¿Quién a oido hablar jamás hablar de un ángel viejo? Al despertar de una de sus visiones. Swedemborgo dijo: "Los ángeles más viejos son los más jóvenes," porque su juventud se renueva como la del águila. En vísperas de ser degollado en Roma, San Pablo tenía el corazón más joven que treinta años antes cuando en nombre de Jesús predicó tan intrépidamente en Damasco. Y esto porque había vivido en la línea de ataque. Murió peleando, "con la espada en la mano." Conforme a su modo de pensar, es incompleto el ministerio de un predicador que no se és-fuerza diariamente por salvar almas. En su época prevalecía entre los griegos una retórica artificial, los oradores públicos eran meros juglares de palabras, y el público aplaudía el uso de términos halagadores inventados por la sabiduría humana. Los griegos alababan un sermón o un discurso simplemente como una pieza de oratoria. San Pablo no les daba tiempo de examinar su hoja de Damasco, ni de ponderar su perfección: no había lugar para esto sino hasta después de rendirse. Estaba predicando a un pueblo que pereció, no con motivo de su predilección de lo bello, sino porque no hizo caso de la moralidad. Era todavía frívolo, pero San Pablo nó dejaba de la mano a un hombre, sino hasta convencido de que Cristo le había abandonado. Tan absorto estaba en la salvación de los hombres, que no hacía caso de sus críticas; poco le importaba que a su predicación llamasen locura, sabiendo, como sabía, que el Evangelio es potencia de Dios para la salvación de todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego; porque en él la justicia de Dios se descubre de fe en fe. El Anó^^'1 ^Hblo predicó la entera obediencia a Cristo, y viendo el peligro eminente que corrían los hombres, dedicó toda sq vida a interceder con ellos y a rogarles que se reconciliasen con Dios. La historia de la predicación es el fondo la historia de la Iglesia, puesto que los predicadores reflejan el espíritu de sus tiempos. Indice de una época voluptuosa es la predicación afeminada. Los predicadores de principios firmes crean una edad de sanas doctrinas y de heroísmos; una época de misioneros, y un período en que "mucha compañía es agradada al Señor." —Obispo Hendrix EL PASTOR Salicio usaba tañer La zampoña todo el año, Y por oirlo el rebaño Se olvidaba de pacer. Mejor sería de romper La zampoña al tal Salicio; Porque si causa perjuicio En lugar de utilidad, La mejor habilidad En vez de virtud es vicio. — Félix M. de Samaniego Página 4 TUESDAY, MAY 4 2004