He aquí otra t-iífa de tos ruinas de Monte Albán, Oaya.-a, donde recientemente fueron KecKos descubrimientos tan notables como el de Tut-AnkH-amen
- ■
I
' Wi •?■ '■-. ..
'teÍ6Í^zfí''v?v/o^?^yrf'‘
,- • •yv*.-	.>*•	.. <#»• • • ••	.'• A'X»*** j®^^BCSi^™CiL*ívC4ímMRi^^H^^^H®SlBC®6v ■
**< ■/»?•> zofcó^Wk- .,>..^1 '■ ■.■3'L 'X:^¿S95wítiHE6eS8»^^S‘^m*;41
; -1' :<.v. ;j Msiwy
S*S®ÍS®Í
,. -. . : S/
?"' \ áf •¿yí:'^- ■ '/••	„ x¿í <y "* '
: -. ■■?■. i<. -■ <v-^
8^ví--jg:<	-*	^X.
Y.^V<... - ••■• ‘. v V ■
■■ V '	.
M- / W^^/A-v-»: -.-.	..-
:■ ■ ^r-^vr *vA-:






cielo que mi Oaxaca usa para loa grandes días.
Habíamos llegado a la cumbre. Los peones rodeaban la tumba rota esperando a que llegara el licenciado.
—Buenos días, Aurelio. ¿Ya están listos?
Caso conoce por sus nombres a todos los anónimos colaboradores de la obra. Ibes ha proporcionado trabajo y les ha dado una leal amistad de compañeros. Descendían del camión los que formaban la tropa técnica: Eulalia Guzmán, el arquitecto Marquina, el afortunado Valenzuela, el doctor de la Borbolla; quien quiere “despistar" su juventud, haciendo cabalgar sobre su nariz unos lentes estilo siglo XVI; Mr. Morboque, que no habla ni jota de español y el experto Bazán. La tierra húmeda por la tormenta pasada arrojaba olor a frescura, a primavera precoz. Me sentí muy joven como en los días viejos en que el hoI me saludaba cuando íbamos en las quebradas de los cerros aprendiendo a ser vagos.
La peonada comenzó su labor. Ahora estábamos frente al dintel de la tumba; más ciaro, arriba del sitio en que debería, lógicamente, hallarse la puerta cerrada quién sabe cuándo.
EL ROJO MORTUORIO DE LOS ZAPOTECAS
t Pasaron dos horas de inquietante espera. Se trabaja con lentitud para no dar de más, para no destruir. Romper una piedra indebidamente es un grave peeado arqueológico. Además, hay que estar limpiando continuamente la fosa; es necesario arrojar la palada de tierra con cuidado, porque puede ir entre el escombro una joya. Y en arqueología un pedazo de barro, puede convertir en realidad científica lo que hasta ayer hubiera sido hipótesis.
—En este año espero buscar en el “Mogote del Pájaro”. Estoy seguro de hallar el subterráneo cuya boca ee ve que comunica seguramente con la ciudad.
Y ese “paso”, el día en que la expedición lo transite, revelará grandezas de la vida del pueblo que hoy duerme bajo estas tumbas admirables.
¡Por fin! Cayó la tierra y dejó descubierta la fosa funeraria fuertemente metida en el dintel. Aparecieron las escalerillas clásicas y cuando con un lienzo se limpió con cuidado la puerta pétrea, apareció el rojo vivo, intenso y fuerte de la entrada a la tumba.
—Ese rojo era el color de luto entre los indios, me dijo Caso.
El rojo que ahora significa energía y actividad, ei rojo que indica fuego y calor, era símbolo de tristeza, era el color agorero do la orfandad, en los tiempos pasados.
Yo desde ese momento deseaba haber sido un peón para tener pretexto de permanece** junto al explorador, ya que se ?cercaba el instante de abrir ei sepulcro. Ibamos a romper, definitivamente, la quietud de un sueño de siglos. Ibamos a dejar que el viento penetrara en la cámara cuadrangular del silencio a consumar su obra; a volver polvo fino los huesos de un remoto guerrero o un remoto sacerdote o de un simple esclavo de mi Señor Cosí joez a
Caso asumía sus funciones necesariamente dictatoriales. A los bordes de la excavación estaban ahora los trabajadores quietos, expectantes^ acaso rezando las pleg^

rías que conocen para quitarse la parte del mal que les correspondiera por meterse con los muertos.
El explorador, con sus propias manos y ayudado por Valenzuela quitó las piedras de la tumba y la luz penetró a raudales iluminando casi la mitad de la cámara. Siguió entonces la complicación de la entrada.
¡Ah! Pero a guisa de un aviso o de una fuerte amenaza para el intruso que hubiera de abrir esa tumba alguna vez sobre un hacinamiento de polvo de huesos estaban desafiantes dos puñales de obsidiana que rompieron la luz de esta mañana en tonos más firmes y más vivos.
El antropólogo, preparaba su parafina al calor, de una lámpara de soplete. Yo atrás de ellos. Todos en una fila. Cuando se hubo colocado un puente, prava no profanar con nuestros pies aquellas cenizas, el explorador comenzó a recoger el preciado hallazgo. Preciado aun cuando no fue de oro ni de turquesas ni de jades, como el de la tumba de los mixtéeos venturosos. Sobre el diagrama Valenzuela anotaba la situación métricamente exacta de los objetos. Los tomaba Caso, me los pasaba a mí y yo, como los muchachos que vocean los números de la lotería, repetía textualmente la indicación del explorador.
Ardía en deseos de penetrar y de saturarme de aquel olor a cosa vieja y sagrada.
Estábamos practicando un verdadero rito, en la operación de sacar la cerámica, sin tocar en lo absoluto los hue sos, cuando voces amigas nos saludaron.
Eran los amigos corresponsales de Oaxaca que llegaban atraídos por la no ticia previa de los periódicos matutinos.
—Esperen un momento, para que pue dan ver,—les dijo Caso.
—Ahora sí,—agregó,—tengo lo que deseaba.
Yo pensé en una diadema o en un pee toral de oro y alargué la mano para re cibir la joya. Pero el explorador asomó llevando en las manos una vasija adornada con la figura de un Dios. Las formas del personaje mitológico estaban pintadas de rojo. El licenciado Caso la vió fijamente al sol y exclamó con jú
ÍJ ti
V.
- ■ I
■ í'i-
A. la dcrccKa. una piedra tallada, dcscuMerta en una de las tumbas de los caciques mxitccas. A la izquierda, una concepción del dibujante cómo los exploradores hallaron las momias de dos guerreros mixtecds, en el interior de uno d-e Io< sepulcros descubiertos en Monte Albán.
bilo.
—Esto es zapoteen, zapotequísimo. Es tamos, señores, en una tumba zapoteca.
Las audacias que se afirman en frases que produce la enfermedad de no ha ber hecho nada, excepto teorizar, pontificando, quedaron hechas polvo como el polvo de los huesos de la entrada de la tumba. Una figura minúscula destruía a las hipótesis y fundamentaba la verdad científica. Monte Albán tiene tumbas zapotecas. Zapoteca era Ja tumba ocupada por las cenizas de los Caciques de Tílantongo y Achiutla; zapotecas por su estructura son las tumbas que han saqueado los ladrones de las joyas arqueológicas, y zapoteca era la tumba de esos ignorados y sencillos aborígenes a quienes solo enguirnaldaron para su viaje hacia el misterio con cuentas de piedra pobre.
Cerca de cuarenta objetos fueron en (regados a las personas que los recibían arriba; entregados, anotados y catalogados inmediatamente. Ya estábamos a-dentro, sintiendo el calor de ese cobre de pedernal. Apliqué mi lámpara Jiacia el techo de la bóveda plana. Confieso que sentía un temor intenso. También las piedras de esa tumba estaban con la señal terrible de los temblores. Las cuarteaduras eran visibles y el licencia do Caso, nos anunció el peligro. Había que trabajar con rapidez.
De entre aquella alfombra de ceniza de hombres, buscando con cuidado, tropecé con un objeto duro. Al sacarlo, le apliqué la lámpara y vi la figura borrosa de un penate. Lo froté con los dedos y apareció el color brillante del jade. ¡Pero hasta eate jade era de la clase más inferior!
LA MORTAJA DE ALGODONES
Concluimos. Correspondía el paso al antropólogo. El señor y la señora de la Borbolla penetraron al recinto funerario para entendérselas con los huesos. Adentraron la lámpara de gas que calentaba la parafina y paquetes de algodón. Hablaban en inglés. Y su charla en idioma tan francamente extraño, contrastaba bajo el sereno lugar de reposo de nuestros abuelos indios. Pero en fin, ello también le daba interés a nuestra


expedición. Y vi como trata un antropólogo los huesos. Pone en cada uno un cariño vivificante. Los toma con cuidado paternal, como se recibe a un niño recién nacido; los protege contra el vien to más suave. Cae sobre los huesos carcomidos y deleznables un baño meticuloso de parafina; después los envuelve en algodone® purísimos, los pasa a las manos de su compañera y ésta los coloca suavemente dentro de una bolsa.
Afuera Valenzuela anotaba en el diagrama de los huesos:
—Medio cráneo, un metro diez centímetros al Norte, ochenta centímetros al Este...
—Uno diez al Norte; cero ochenta ai Este, repetía Valenzuela y anotaba.
Esa operación aritmética tiene su ex plicación. Es ei inventario y es el levantamiento del plano de las tumbas.
El arquitecto, hacía en su libro los a-puntes y levantaba sus planos.
Ei ingeniero preparaba la madera pa ra dejar desde luego ademada la tumba; protegida contra el derrumbe posible. Porque, en Oaxaca, nunca se olvida y siempre se repite la terrible frase: “Nun ca avisa el temblor cuando llega”.
Inventarios de huesos, inventario de objetos; actividad de ingenieros, de arquitectos, de antropólogos, de etnólogos; curiosa ocupación de los que protegen y cuidan la cerámica para que no resienta cuando él vuelva a calentarla. En esta operación se ocupaba ahora el otro explorador de mérito que lleva la expedición. Me refiero a Bazán, mixteco de origen y que adquirió experiencia cuando el descubrimiento de Teotihuacan.
OTRA EXCLAMACION DB ALEGRIA
Caso estaba ai fondo de la tumba. Le que en un principio se creyó que era el nicho ritual resultó ser, confirmando ya una sospecha, la entrada roja de otra tumba en el mismo derrotero. Nuevos momentos de inquietante esperanza de ver cómo brilla el oro cuando está revuelto con las cenizas de los huesos de» truídos. Otra vez la predisposición para ver realizado un cuento oriental de joyas, de Aladinos y de príx^ cipes. Sin embargo/ Caso, militante metódico, no tenía prisa. Yo creo que sentía la voluptuosidad de las esperas, para obtener el contraste de las grandes emociones.
—¡Otra tumba!—gritó jubilosamente. ..
Esos instantes de satisfacción son, para el licenciado Caso, sus instantes más felices. Cada vez que halla en las hojas imaginarias de ese libro aun no leído de la fortaleza, de la gran ciudad y del pasado enorme de nuestras razas madres, la confirmación de sus estudios y de su investigación, nuestro modesto explorador verdad, m siento pagado.
Yo creo, aun cuando sea motivo de enojos—mi profesión de repórter me autoriza a ella—^que el momento de e-char a los ojos de los lectores que Alfonso Caso, el explorador arqueológico ahora consagrado definitivamente, sólo cobra en el Museo un sueldo que nominalmente ee de nueve pesos y setenta centavos diarios. Y Alfonso Caso, da a la Nación un tesoro que vale, por lo menos, un millón de pesos. Así, sin exageración, un millón do pesos.
(Pasa • la Págín* 14)
FAGINA <