gio de su cabellera de oro. que es como panal de miel donde, abejas sedientas, mis manos han abrevado; mis labios se unirán a sus labios, que de sed de ellos se abrasan, pues labios de mujer que en ellos se posaron hambre y sed de ellos sintieron para siempre; mis brazos buscarán su cuerpo, que amoldados a oprimirlo están, como raices que desde tiernas se enrollaron a una piedra y de su contorno tomaron la forma; y mi seno arde con un fuego que sólo él puede aplacar----- ¡Ah. Don Gonzalo! Mis sentidos de tierra miserable se animan a su presencia como al soplo de Dios el barro del primer hombre: mi vida volverá a ser suya____y ¡en- tonces! (Por la puerta que oqueda frente a Doña Luisa aparece el infante. Apresuradamente Se acerca hasta donde está su madre y le echa al cuello los brazos. Doña Luisa le abraza con tal fuerza, que arranca un ay de los labios del niño). D. Luisa.—¡Hijo mió! ¡hijo mió! ¡hijo mió! (Se pone en pie la dama. Tiene toda su faz el aspecto enérgicb de los rostros quejen la decadencia romana hicieron los artistas para inmortalizar a las mujeres guerreras. El niño se libra de los brazos de su madre y va al lecho, oculto por pesados cortinajes. Cuando ha desaparecido el infante. Doña Luisa, clavados los ojos en la visión que la enerva, saca de sus ropas la daga que arrebató a Don Ramiro y poniéndola a la altura de su cabeza:) Doña Luisa.—Si él viene, mataré a mi hijo antes que me lo arrebate ¡Lo mataré! (Guarda lentamente la daga entre los pliegues de su eorpiño y lentamente. vuelve a lq impasibilidad: bellísimo su rostro en .marco de tiniebla. encendido por la luz que emana de su propia palidez. Toma asiento en el sitial que antes ocupaba y calla. En la alcoba todo es sombrío. La tiniebla apaga el rojo de los cortinajes que ocultan el lecho y cae sobre el terciopelo de los sillones que por la color parecen obscuros charcos de sangre. Los matices del rojo tienen una armonía sutil que no se extingue, porque a medida que va obscureciendo es más luminosa la irradiación de la lámpara de ágata, puesta al pie de una imagen de Jesús Crucificado. Al fin, toda la estancia queda en tinieblas y sólo la efigie del Cristo sangriento, abiertas sus carnes por el martirio, desnudos los huesos de las nianos por las desgarraduras de los clavos que los sujetan al madero: la cabeza coronada por espinas sangrientas—y el rostro de Doña Luisa,—quedan claros en la sombra. Don Gonzalo se pone de pie y dobla la cintura en un profundo saludo: —Quedaos con Dios, Doña Luisa. Que el os ilumine y alivie vuestra pena. Doña Luisa. (Tendiéndole la mano) —Idos con él, Don Gonzalo. (Cuando queda sola, sigue guardando su quietud y mutismo. Las manos bajo el manto, sólo su rostro emerje de la sombra, pálido, con los oios lucientes. Se creyeia que las tinieblas han tragado ya el cuerpo de la dama y que resta la faz en el último instante de su vida sobre el mundo, al dintel de la eternidad. El silencio, vasto como las tinieblas, se rompe de pronto por fuertes golpes que se escuchan en la calle, en la puerta de la casa. La criada entra y se postra a los pies de Doña Luisa í) Francisca.—¡Ama. mi ama! El señor conmina a 'mi i’edro que abra la puerta a su paso. ¡Ama. mi ama! Si nos negamos a su demanda mi Pedro será muerto! Doña Luisa (Se pone de pie, frun cido el ceño y contraidos los labios en un gesto duro:) —Que no abra. Francisca.—¡Ama, mi ama, mi Pedro será muerto! Doña Luisa.—Que no abra. Francisca.—¡Por piedad, ama, mi ama, mi Pedro será muerto! Doña Luisa.—Que se deje matar. (f rancisca solloza. Se alza y, los ojos bajos, sale de la estancia. Fuera el ruido acrece. Tiemblan las paredes de la casa a los golpes que dan en la puerta con grandes vigas que lanzan contra la madera a manera de arietes. Las maldiciones de la canalla entusiasmada entran como saetas por la ventana.) La voz de Don Ramiro.—¡ Daos priesa canallas, qpé tendréis para beber. cien doblones! (Los ojos de Doña Luisa se vuelven al Cristo ensangrentado. El Dios tiene los suyos cerrados, que está muerto. Y asi. Doña Luisa no encuentra el consejo divino. Un gesto de angustia hace más ardientes los ojos: un suspiro sale de los labios. ‘Francisca torna. Mira a su señora con ojos de súplica, tal como los perros en el momento en que van a ser muertos por la mano querida). Francisca.—¡Ama. mi ama! La puerta cede. ¡Ama, mi ama, mi Pedro será muerto! (Doña Luisa saca de su manto la diestra y la tiende hacia la puerta. Francisca obedece subyugada por el gesto imperativo. El ruido es atronador: Crujen las cadenas que afianzan las puertas de la casa y se desgarra la madera con chirridos lamentables. Como si el aliento de la canalla fiera un rugido, asi escucha la dama: blanca y ■enardecida. La voz de Don Ramiro.—Peteneos. bellacos, que no os compré para el saqueo de mi propia casa. Doña Luisa avanza hasta el Cristo