Señor LUIS ANAYA Y ANAYA y Señora ZULEMA CARDENAS DE ANAYA, quiénes acaban de contraer matrimonio en la ciudad de Laredo, Texas. La Corona de Siemprevivas El suceso que voy a relatar es rigurosamente histórico. Yo no gano ni pierdo en ello, ni llevo pretensión alguna. Unicamente trato de dejar apuntada en alguna parte una nota de psicología menuda, excesivamente menuda, pero no sin interés para quien pueda comprenderla. Empecemos. Francisco Solé, alias Lo Pubill, estaba muriéndose en V..., en su pi-sito de menestral acomodado. Todas las noches, al retirarse los médicos de consulta, decían lo mismo al compacto grupo de parientes que les acompañaba hasta la puerta: —No creemos que llegue a ver el día de mañana. ^Mucfio será si llega a pasat esta noche.—Y otras frases parecidas. La esposa, dos hermanas, una cuñada, tres primos y dos tíos, ¡cuántas veces oyeron el fatídico pronóstico! Pero los parientes que residían en otras poblaciones ¡pobre gente! lo ignoraban. Teniéndolo en cuenta, la futura viuda encargó a su hijo mayor que les escribiera, participándoles la triste noticia, invitándoles a despedirse del enfermo, en términos tan desesperados que comprendieran que, en caso de resolverse al viaje, sólo llegarían a enterrarle. Así lo comprendió efectivamente una prima de Francisco, llamada Rita, mujer muy entrometida, muy vanidosa y muy amiga de cumplir con todo el ceremonial en casos semejantes. Rita vivía en un pueblecito de la montaña, y para llegar a V.... debía pasar por la capital de la provincia. Y ocurrió que al ir hacia la estación vió en una tienda de ataúdes y objetos fúnebres, una soberbia corona que la dejó embelesada. Era grande, muy grande; su diámetro quizás era de tres palmos. Tratábase de una maciza rosca de siemprevivas, con algunas violetas de tela y un colosal lazo de anchas cintas de moaré negro. Rita no pudo resistir al deseo de comprar una corona tan hermosa y lucir su ofrenda en el entierro de Francisco. —¡BahL... ¡Bah!.... Cuando yo llegue ya habrá muerto... Seguro... ¡La compro 1— f