4 de Mayo, 1924. REVISTA CATOLICA 319 | SECCION APOLOGETICA CARTAS A UN VIAJERO CARTA SEXTA Muy estimado amigo: Me dice usted, en su respuesta a mi última carta, que la ha leído con mucho interés, por tratarse en ella de una materia sobre la cual es muy frecuente oír hablar y disparatar, repitiendo la expresión que usted usa; y que no tiene reparo en confesar que más de una vez había caído usted mismo en ello, por participar de la creencia de que el adelanto creciente de las ciencias naturales había eliminado ya, para personas de cierta cultura, el milagro con todas las consecuencias que de él pudieran deducirse. Añade que hoy ve claramente lo contrario; y que aun su amigo no tuvo nada que responder sobre la posibilidad del milagro, limitándose a objetar que en la práctica resulta ineficaz para lo que se le invoca, o sea, como prueba de la verdad de una doctrina; pues para esto sería necesario que conociéramos perfectamente todas las fuerzas de la naturaleza, sin lo cual nunca estaremos ciertos de que un fenómeno dado está fuera de ellas, y sólo puede explicarse por la intervención directa de Dios. Precisamente, con esta objeción, me abre usted el camino para tratar de lo que me proponía por materia de esta carta, como ya lo anunciaba al terminar la anterior: que el milagro, tal como queda declarado, es argumento irrefutable de la verdad de la doctrina en cuya confirmación se verifica. Un sencillo razonamiento demuestra esta afirmación. Siendo Dios el único que puede obrar el milagro, si llega a realizarse en apoyo de una doctrina, es evidente que tiene ésta en su favor la aprobación divina; y como repugna que Dios dispense su aprobación a lo que es falso, síguese forzosamente que tal doctrina ha de ser verdadera. El mismo Kant, padre del moderno racionalismo, reconoce que negar la fuerza de este argumento equivale a negar la existencia de Dios; pero añade que esto sólo sucede en el orden teórico de las ideas, y se empeña en probar que no es lo mismo en la realidad práctica, aduciendo entre otras razones, como la más fuerte, la ya indicada, de que sería preciso conocer las fuerzas todas de la naturaleza y haber medido su alcance máximo, para poder afirmar que el hecho verificado no es efecto de ninguna de ellas, sino de un poder omnipotente. Fácilmente se contesta a este sofisma, que los poco habituados a las lides de la lógica, creyeron insoluble. No es cierto que para poder atribuir un hecho a la intervención directa de Dios, sea necesario conocer hasta dónde llegan las fuerzas de la naturaleza; basta conocer hasta dónde; no llegan, pues más allá de ese límite, que es forzoso lo tengan, ya que son fuerzas finitas, sólo queda el poder infinito de Dios. ¿Quién dirá que para cerciorarse de si una moneda de oro es legítima, es preciso conocer todos los medios de falsificación que han inventado los hombres, y aun los que se pudieran inventar para fingir el precioso metal? Si hay alguna propiedad en el oro verdadero que no pueda fingirse, cual es la resistencia a los ácidos más enérgicos aplicados aisladamente; si, sometida a e-llos la moneda, resiste al poder disolvente de dichos ácidos y reúne las demás propiedades aparentes del oro, tendremos certeza de lo que es en verdad, aunque ignoremos de «cuántos modos y hasta qué grado de semejanza puede imitarse. Así también, para conocer el verdadero milagro, basta conocer hasta dónde NO llegan las fuerzas naturales; y científicamente está demostrado que no pueden llegar, por ejemplo, a devolver la vida a un cuerpo muerto, a reconstruir instantáneamente los tejidos orgánicos destruidos por una llaga, a rehacer y soldar en un momento huesos rotos o triturados, a sanar súbitamente un ojo perdido por la falta del cristalino, y otras cosas semejantes. Las fuerzas naturales podrán, en algunos de estos casos, obrando lentamente, llegar al mismo resultado, como en la soldadura de los huesos, o en la renovación de tejidos orgánicos; pero verificar tales curaciones en un instante y sin aplicación de medio alguno que pudiera al menos iniciarlas, la ciencia misma, que tanto se precia de sus descubrimientos, ha demostrado que es imposible. Y, sin embargo, ¿cuántos de estos hechos no se registran, para no citar sino lo que sucede en nuestros días, y bajo la inspección de la crítica más exigente, en los prodigios que se verifican en Lourdes? Digno es de leerse el libro del Doctor Bertrin, titulado Historia crítica de Lourdes: allí encontrará usted hechos comprobados hasta la saciedad, de curaciones instantáneas en que era preciso reconstituir, no un pequeño tejido, sino todo el sistema facial, como sucedió a Mad. Rouchel, que tenía la cara monstruosamente deformada, con dos perforaciones, una en un carrillo y otra en la garganta, a consecuencia de un lupus de varios años, calificado de incurable por eminencias médicas y por especialistas que la habían tratado, y quedó sana repentinamente el 5 de Septiembre de 190,3. Allí podrá seguir paso a paso la resurrección, bien puede llamarse así, de Gabriel Gargam, empleado de ferrocarril, quien a consecuencia de los terribles golpes que sufrió en un choque de trenes, el 17 de Diciembre de 1899, quedó tan afectado en todo su organismo, que más era un cadáver que hombre vi-