= EL TAMBORCITO DE VALLADOLID.<•> OOO° Uli 4.Í ■ ■ ■' i ' t 'IV La fatal noticia circuló con asombrosa rapidez por la siempre pacífica Querétaro, consternando los espíritus débiles y arrancando ayes de conmiseración a los corazones tiernos y compasivos. No había remedio: Calleja, a reiteradas súplicas de los principales vecinos de la ciudad, accedía a indultar a los religiosos aprehendidos en la batalla de Acúleo, pero se manifestaba duro e inquebrantable para perdonar a Ips demás prisioneros. Las lágrimas de las damas queretanas ninguna mella habían he-cho en el corazón de roca del jefe" realista, y, por consiguiente, la cruel sentencia de muerte dictada contra aquéllos se ejecutaría ineludiblemente. Y no era eso todo. La sociedad, • aunque nada acostumbrada a los sangrientos horrores de la guerra, podría soportar la muerte de los insurrectos prisioneros, pero no consentir en ser simple e irresponsable testigo de la injusta ejecución del inocente niño Pablo Armenta, tamborcito del ejército insurgente, sobre quien recaía también la severa sentencia de Calleja. Si era natural que los campos de Querétaro se humedecieran con la ■ sangre de aquellos patriotas, porque asi lo exigían las represalias de la (1) De este episodio histórico habla don Epigmenio González, uno de loe comprometidos en la conspiración de Querétaro, en su “Relación Sucinta de los Principios de la Revolución de 1810." publicada por los señores licenciados don Genaro Garcia y don Luis González Obregón en “El Boletín Histórico Mexicano." guerra, aparecía, en cambio, monstruosamente inhumano derramar la sanare de un niño, merecedor, por su in-, consciencia, de misericordia, al menos, si no de absoluto perdón. —Castigúesele en buena hora, decían los queretanos, mas no se le asesine: ninguna ley. ni divina ni humana. ha penado con la muerte a los niños. No todos desesperaron, sin embargo; algunos, aunque muy cóqtados. confiaron en la salvación del pequeño reo y se propusieron agotar los medios posibles para obtenerla a toda "costa; aññ~áveñfüráñdo su propia seguridad personal. Decididos como estaban, creían vencer cuantos obs-táculos se interpusiesen ante sus nobles propósitos y esperaban salir avan tes en su empresa: seguramente lo conseguirían, porque eran hombres de fe. levantado en abierta rebe-nucstro augusto Soberano, estar seguro Su Excelen-Fray Dimas. de que mi inspirado tan sólo en un puso Calleja. Soy todo oídos. —En nombre de las señoras de la ciudad, tan respetables por su religio- . sa piedad, y en el mío propio, vengo a rogar a Su Excelencia sea servido de conceder su perdón al infortunado niño qué cayó en poder de las valientes tropas de. Su Majestad—que - Dios guarde—en la reciente y gloriosa batalla de Acúleo, el cual, según rumores que hasta nosotros han llegado, será fusilado hoy mismo por or-den de Su .Excelencia. —Me apena la petición de Su Paternidad, respondió Calleja vivamente incomodado, y si no fuera porque es bien'pública su adhesión a Su Majestad—que Dios guarde—creeria que trataba de favorecer a la inicua causa de los desleales y pérfidos vasallos que se han lión contra —Puede cía, replicó ruego está sentimiento de compasión hacia el ni-San ño de quien hablo. Y agregó después de ligera pausa y cambiando de tono: “Yo. que nunca abjuraré de mi fidelidad a Su Majestad—que Dios guarde,—creo que para domeñar lia in-stirrecció»" son inadecuados los medios hasta hoy usados, y que la única manera eficaz de reprimirla es la benignidad con los mismos, que han tur-' bado la paz del Reino, porque sólo con ella se les puede atraer a la buena causa, y no con la crueldad que se Ivi desplegado, que únicamente ha servido para exasperarles y afianzarles más y más en sus. extraviadas ideas. —Se engaña Su Paternidad. Quienes, en nombre de una pretendida li- II Pensativo, preocupado y taciturno estaba D. Félix Maria Calleja en una de las celdas del Covento de í" Francisco, convertida en despacho improvisado, cuando uno de sus .ayudantes le anunció la visita de Fray Dimas Diez de Lara, religioso felipen-se, una de las personas más caracterizadas de la" población. —Pase Su Paternidad y ordene lo que guste, dijo Calleja, levantándose de su asiento y saliendo a recibir al distinguido visitante. —Doy gracias a Su Excelencia, contestó Fray Dimas con extremada cor-tésia. Una urgente y delicada misión me trae acá y me obliga a molestar a Su Excelencia, a quien ruego me perdone. —Puede hablar Su Paternidad, re-..