-^ •r/t»e*eéénr* / tes. Un dia se apareció en la ciudad, y algunos años después, otro dia imprevisto, desapareció para siempre. La víspera de su desaparición, en los primeros instantes de la mañana, cuando él cielo apenas comenzaba a blanquear, fue a despertarme a mi propio cuarto. Senti en la frente la suave caricia de su guante y le vi envuelto en sus pieles, la eterna marca de su sonrisa en los labios y más extraviados los ojos que de costumbre. Sus párpados enrojecidos me hicieron sospechar que había pasado en vela toda la noche. Sus manos trémulas y su cuerpo ardiendo en fiebre, indicaban que había aguardado el alba con angustiosa impaciencia. —¿(Jué tenéis?—le (pregunté.— ¿Vuestra enfermedad os molesta hoy más que nunca? —¿Mí enfermedad?—contestó—¿mi enfermedad? ¿Creéis, entonces, como todos los demás, que tengo una enfermedad, que existe una enfermedad mia? ¿Por qué no decir qve yo mismo soy una enfermedad? Nada hay que sea mió. ¿Oís bien? Nada hay que me pertenezca, nada. En cambio, yo soy de alguien, y existe alguien a quien pertenezco. Habiame acostumbrado a sus extrañas palabras, por lo cual no le contesté y seguí mirándole. Debian ser muy dulces mis miradas, porque se acercó un poco más a mi lecho y senti de nuevo en la frente el blando roce de su guante. —No tenéis ni asomos de fiebre— continuó;—estáis completamente sano y tranquilo, la sangre circula serenamente en vuestras venas; puedo, pues, deciros algo que tal vez os espante: puedo deciros quién soy. Tratad de escucharme con atención, os lo suplico, porque quizá no pueda decir dos veces las mismas cosas, y es necesario, empero, que las diga, por lo menos, una vez. Diciendo estas palabras, dejóse caer en un sillón al lado de mi cama, y continuó con voz más firme. II. Yo no soy un hombre real—dijo.— No soy un hombre como todos los de; más, un hombre engendrado por hombres No he nacido como nuestros compañeros, ninguna mano me ha acariciado; ninguna mirada siguió mi desarrollo: no he conocido la inquieta adolescencia ni tampoco el dolor de los vínculos- de la sangre. Soy—y quiero decirlo, aunque indudablemente no me creeréis.—soy nada más que la imagen de un sueño. La frase de William Shakespeare ha llegado a ser para mí trágicamente exacta: “Estoy hecho de la tela con que se hacen nuestros sueños.” Existo porque existe alguien que me sueña. Hay alguien V . . que duerme y sueña, que me ve vivir y proceder, y que en este momento está soñando que digo cuanto digo. Cuando e$e alguien comenzó a soñarme, comencé a existir. En cuanto despierte cesaré de vivir. No soy otra cosa que uña de sus imaginaciones, una de sus preaciones, un huésped de sus interminables fantasmagorías nocturnas. Es tan persistente e intenso el sueño de ese alguien, que me he hecho visible hasta para los que velan. No obstante, el mundo de los que velan, el mundo de la realidad concreta, no es el mío. ¡Me siento tan incómodo dentro de la vulgar solidez de vuestra existencia! Mi verdadera vida es la que se desarrolla lentamente en el alma de mi dormido creador. No creáis que os hablo valiéndome de enigmas y de símbolos. Os digc la verdad, nada más que la verdad. Caiga, pues, de vuestros ojos, el asombro. No sigáis mirándome -con aire de compasión y espanto. El hecho lie ser actor de un sueño no es lo que hace aumentar mi tormento. Los poetas han dicho que la vida es la sombra de un sueño, y los filósofos han sugerido que la realidad es una mera alucinación. Por el contrario, a mi me persigue otra idea: “¿Quién me sueña?” ¿Quién es ese alguien, ese -sér ignoto que no