como los caracoles, llevan la casa, la cabafia, la tienda, a cuestas. » * * « El sombrero ancho de palma es el techo de un jacal, un tech'o tan ligero como sufrido; la lluvia no lo deshace, lo limpia; el sol y el polvo no lo desmenuzan, lo endurecen; la cal escurridiza, el goterón de pintura de aceite, el fango de la via, no lo ensucian, lo decoran; si se cae al agua, flota; si lo arrebata el viento, no se maltrata, rueda hasta topar en pared; en verario, en la fuga, en la jornada, en el desamparo de los caminos, sirve para sacar agua de los ríos; para ser lanzado como trampa contra los pajarillos; para “tumbar,” previamente lastrado con guijarros, el fruto maduro de los árboles; para guardar en él como en un cesto las yerbas tónicas o medicinales. Cuando el “rayador" carece de medidas para los áridos, el esclavo de la gleba presenta su sombrero, sabiendo que la copa equivale al tanto necesario de maíz para el sustento de un día. El mendigo, para ejercer su protegida y lucrativa industria, no ha menester sino un bordón, una buena barba de patriarca, unos pantalones rotos, un jarfito y sombrero capaz, no clareado; dentro de éste, sin remilgos ni falsos pudores, dispone dos tortillas a manera de revestimiento, y "¡echen toda la olla, almas caritativas, aunque sea revuelta, que yo pepenaré lo que me cuadre, a mano limpia!" Durante el sueño cubre la cara durmiente, y si su dueño desea viajar de incógnito, con echárselo por los ojos no lo conoce ni el dueño de la pulquería. * • * La gente pobre no tiene casa, ni armario, ni baúl, ni escritorio de cortina, ni cartera o portamonedas; para eso dispone de un sombrero de doble piso, para guardar en él desde las gordas enchiladas y los cigarros, hasta el santo de su devoción, y el mechón de pelos de su cha-parrita, obtenido en riña. A veces entre las yerbas medicinales y algunos documentos privados, se encuentra un pañuelo, precisamente arrugado y rojo, que no se usa para fines estornutatorios, sino para restañar la sangre en caso necesario, porque en esta vida, muchas veces sale uno en busca de hojas de naranjo, y regresa a su casa empapado en tintura de árnica; ¿quién no tiene un enemigo o un faltoso que le mire feo, le ataje el paso, le dé un caballazo o le chifle una tonada despreciativa? Hay centenares de miles de mexicanos cuya vida, como la de las águilas, está a merced de las alas.— de las alas de un sombrero. El chilapeño y el charro (hasta el fondo de tompeate de ios mozos de amasijo) tienen su nombre especial; los pobres carecerán de retórica, de declaraciones, de ademanes caballerescos, pero con una sola cabezada dicen lo bastante y más, para buscarse un ruido. Este se lo ladeó cuando pasaba la mujer de don Margarito; aquél se lo echa atrás cuando “devisa" a Vicente el tuerto; el de más allá tuvo la atingencia de soplarle el polvo cuando, tanque o tina en mano, brindaba don Trinidad por los que prefieren pudrirse en la cárcel por robo, a vivir de la gorra—que vale más que un sombrero ancho,—aceptando medidas sin corresponderías; y esos actos, al parecer sin mayor significación, constituyen causa grave, justificada, urgente, para “invitarse a reñir.” En la riña, el sombrero es un factor de triunfo; quien sabe valerse de él, como un andante de su escudo, tiene segura la bartolina y el jurado, quizás hasta la pena capital. Cae el vencido, vienen los gendarmes, ¡nadie lo mueva!: el corro será capaz de robarle los centavos que traiga en el cinto; pero eso si, cuando llega la camilla, uno de los curiosos de mayor representación se acerca, recoge de la ensangrentada arena el sombrero, tinto de hemoglobina heroica, le quita las basuras y lo deposita piadosamente, no en la cabeza, sino a los pies del valeroso. ¡Cuántas veces en la accesoria donde vive la mujer del preso, todo se ha empeñado, hasta las planchas, y queda como recuerdo del amo ausente, ya colgado de una alcayata, ya envuelto en periódicos y trapos, arriba del trastero, ‘‘un charro", que sirve de recuerdo y de respeto, mientras en la cama de tablas, muy asentadita y vistosa, campea la frazada de colores con todo y la cuchillada que le cortó los flecos y parte de la cenefa. ¿Qué tañedor de guitarra o salterio no se arrisca el sombre'ro para arrancarse con una “valona?” ¿que rural no lo afianza para la carga? ¿qué vaquero no se sirve de él para espantar las reses? * • * Y cuando llega el momento del "jarabe”, cuando la tarima se convierte en una “protesta" o "en’ un voto de gracias,” por la cantidad de rúbricas y floreos que en ella trazan los pies alados de la china retrechera, de pronto, un indomable enamorado de la bailadora se quita lo mejor que tiene, su prenda más valiosa, sus ciento y pico de pesos de fieltro o pelo, y galones de oro y plata y monograma de lo mismo, su sombrero ancho, y esconde su gran corazón en la ancha copa y lo arroja al suelo para que ella lo esquive, o lo pisotee, o lo recoja y se lo ponga, entre gritas, aplausos y sombrerazos; mientras sé revientas las cuerdas del salterio: ¡¡tal es la rabia con que las arañan, y echa humo la guitarra de puro fatigada!! Hay sombreros de lujo que valen hasta cien pesos: tienen el color, las brillazones y fórjateos de flores monstruosas, son el arma irresistible para deslumbrar a las rancheras de ojos bajos y sonrisa burlesca; ¡guay de quien osara tocarlos!; el machete los defiende como si fueran corona de aristócrata; nunca han caído al suelo, no conocen más que una tierra, el fango sangriento" del coso. Cuando el diestro vestido de luces, valiente y sereno, después de clásica faena igualó al toro y lo hizo rodar de una sola en su sitio, el inteligence aplaude, el vi-llamelón patea, el charro impulsivo, domador de potros, expresa su admiración lanzando hasta los pitones de la res caida su prenda de más lujo, su sagrada prenda de conquistador y de “alma sin miedo”: el sombrero ancho El espada lo ha recogido y se lo ha puesto, saludado por “dianas" enloquecedoras. El galoneado, desde ese instante, no se daría ni por un rancho con tres yuntas: ha pasado a la categoría de reliquia inalienable. ¡ La primera deuda de centenares de miles de paisanos se contrae para darse el lujo de estrenar un jarano; la última cosa que se manda a un empeño para una verbena, es el propio galoneado! Y al regresar del entierro—en la clase gratis de muchos proletarios,—cuando en la morada mortuoria persiste todavía el olor de las flores podridas, del tabaco de mala calidad y de los ponches fuertes del velorio, la madre acaricia la cabeza del chiquitín, le señala la prenda capital, que despide chispas en la toquilla a la luz trémula de un cirio, y le dice: —¡Ahí te lo guardo para cuando te venga 1 Es para tí, nada debe; precisamente la víspera de que tu padre entrara al hospital, pagó el último abono! ¡Lo que podría escribirse sobre los sombreros de combatel TIK-TAK.