sangre que se va a derramar, con la esperanza de que esta frágil cabe-cita ciña un día la más pesada de las coronas, y de que esta pequeña mano, ahora tan delicada y linda como una flor, soporte más tarde todo un haz de cetros. Napoleón contempla a su hijo y sueña: jamás orgullo humado ha acariciado más deliciosamente un corazón. Que vengan a inclinarse delante de esta cuna todos los grandes dignatarios de su corte, sus generales más ilustres que los héroes de Homero, que vengan ministros y senadores recamados de oro, y jacobinos renegados y viejos regicidas llevando ahora la librea imperial, que vengan a solicitar, si se atreven, el favor inmenso de besar la pequeña manecita que reposa sobre las sedas de la cuna. El Emperador sueña, y en medio del confuso clamor de las campanas que llaman para la misa de media noche, él cree oír la marcha cadenciosa de las tropas y el rodar de los armones, allá sobre las rutas cubiertas de nieve de la Alemania y de la. Polonia. Embriagado de ambición pa terna, ahora más que nunca, piensa en el Gran Ejército y en la conquista de la Rusia y de las Indias; jurando dejar a su. heredero todos los tronos del Viejo Mundo. Le ha dado ya la ciudad de San Pedro como sonaja, pronto tendrá el recién nacido entre sus demás juguetes otras ciudades santas. ¡Emir de la Mécca! ¡Rajah de Benarés! ¡Hé aquí los títulos dignos del Rey de Roma! ¡Ahí! ¡por qué las mujeres de Francia no son más fecundas, para poder tener bajo sus órdenes el invencible capitán un millón, dos millones de soldados! El universo entero, el globo del mundo es lo que quiere poner en esta pequeña mano! Y sueña, sueña, sordo a la voz de las campanas santas, sin un pensamiento para Aquél que reina en los ciclos, y que mira desde los más gran des imperios "hasta los hormigueros. Sueña, sin ver en el porvenir su inmenso ejército sepultado entre la nieve del Beresina, sin ver el último trofeo de sus águilas arrasado por la metralla inglesa con el batallón sagrado de Waterloo, sin ver en medio deli océano la roca donde lo espera ban las torturas de Prometeo, y sin ver, sobre todo, en el parque de Scho-enbrunn, bajo un cielo de otoño, al joven triste y pálido, con una placa de una orden austríaca sobre su uniforme blanco, que tose caminando silenciosamente encima de las hojas muertas. Y mientras el Emperador persigue su monstruosa quimera, imagina el reino de su hijo, y de los sucesores de su hijo, sobre todo el universo y se supone en fin, él mismo, Napoleón, en el tiempo y la leyenda hecho un mito fabuloso, un nuevo Marte, t:n dios solar triunfante en medio del Zodiaco de sus doce mariscales. Las campanas de Navidad suenan siempre, alegremente, triunfalmente, locamente, en honor del pobre pe-queñito nacido en Belén, el que conquistó verdaderamente al mundo hace mil novecientos años, no con sangre ni con victorias, sino con el verbo de paz y de amor, y que reinará en las almas por todos los siglos de los siglos. Francisco COPEE.