ARO SCULTOR Conforme a la versión oficial del Scotland Yard Por CARLOS DEAMBROSIS-MARTINS Especial -para los Periódicos Lozano (Reproducción Reserixida) ARIS, Nov. de 1931.— V Esta historia no ha sido P inventada por el cronista para divertir a lectores a-burridos. -Ni fue pergeñada leyendo alguno de los cuentos horripilantes y patéticos de ese gran desequilibrado que se llamó Edgard Poe... No. Es algo más fantástico aún... y más real. Tan auténtico es este relato que emana, nada menos, de los comunicados fríos y raramente locuaces de la parsimoniosa Scotland Yard. UNA MAÑANA EN LAS OFICINAS DE SCOTLAND YARD Nos hallamos en Londres. Un marco de otoño brumoso. La escena tiene lugar en la sección fotográfica del Scotland Yard. Allí está, diríase que al a-zar, pero cumpliendo ciertamente una misión importante, uno de los más célebres detectives de Inglaterra. De pronto su labor es ¿nterrumpida por la llegada de un policeman que conduce del brazo a un hombre que frisa la cuarentena. Obsérvese al recién llegado: el semblante desencajado y los párpados enrojecidos de lágrimas traducen un violento dolor. A despecho de su estado lamentable y del desorden en que se encuentra su traje de gentleman, el émulo de Sherlock Holmes reconoció en el extraño visitante al pintor mundano Collins Malloy, cuyo último cuadro, “Afrodita en Roma” había sido comprado recientemente mediante la coqueta suma de mil libras esterlinas por el americano Otis Fenley. — ¡Caramba?, ¿qué le sucede Mister Malloy? — ¡Mi mujer, mi mujer!, articuló con dificultad,—los ojos desmesuradamente abiertos. ¡Mi esposa ha desaparecido! .. —Entre por aquí, prosiguió Small—el as de la policía londinense; estaremos mejor en mi escritorio. Y deme usted algunos detalles. El artista "dejóse caer en uno de los confortables sillones del elegante despacho. ■—¿Desaparecida, cómo y desde cuándo? Tenga usted; bébase un trago y tranquilícese ante todo. ¡Muy bien! ¿Se siente mejor? ¡Comience entonces! — ¡Ah!, mister Small, creo volverme loco de desesperación! Ayer, varios de mis amigos de juventud, pintores igualmente como yo, me invitaron a una cena de artistas. Mi mujer, danesa de nacimiento, no quiso acompañarme. Salí, pues, solo de mi casa, a eso de las siete de la noche. Por su lado, mi esposa disponíase a pasar la velada cosiendo y, con objeto de poder trabajar hasta tarde sin ser molestada, se proponía cenar en su habitación. Regresé a mi hogar a las dos de la madrugada, después de una reunión divertidísima. Para no molestar a Gerda Malloy, me a-costé en el diván del estudio. Cuando, a las diez de la mañana, la sirvienta me trajo como de costumbre el desayuno, me di cuenta de que la cocinera había preparado pan tostado y chocolate para dos personas. La criada parecía sorprendida: — ¡Cómo! ¿Qué sucede? ¿La señora no ha regresado? ¿Debo tenerle caliente el desayuno? Aunque algo embotado todavía por el sueño, esas extrañas reflexiones produjeron en mí el natural sobresalto. —¿Qué quiere usted decir, María? ¿La señora salió esta mañana? —No señor; la señora debe haber salido ayer. Pues no ha dormido aquí, con toda seguridad, porque la cama no está deshecha. De un salto me levanté y, poniéndome las pantuflas me precipité al cuarto de dormir. ¡La sirvienta no había mentido! Cerca de la ventana de la alcoba se encontraban los objetos familiares con los que, la víspera, había trabajado Gerda; pero la mesa de labores estaba en el suelo así como la tijera y los hilos de coser. Con absoluta evidencia, el lecho se hallaba intacto y, lo que era aún más turbador, sus zapatos, sombreros, pieles y abrigos, permanecían como siempre en su lugar habitual. —¿Cómo estaba vestida su esposa, cuando usted la vió por última vez? —Es precisamente lo que me atormenta: Gerda tenía sobre ella un lige- La Policía de Londres Halló que una Bella Estatua era el Cadáver de una Mujer! 9 - yz ro peinador de seda y unas babuchas. —Comprendo su temor. Pero secuestrada, vamos, vamos! No hay que ir tan de prisa. Usted vive en Kensington, un barrio aristocrático y tranquilo. El menor grito hubiera sido oído por los agentes de policía que hacen la ronda toda la noche. Y luego, ¿quién y por qué? ¿Un enamorado vengativo?. .. —Es lo que me inclino a creer. Mi esposa es hermosa, muy hermosa. Antes de casarse conmigo, había hecho teatro y tuvo, naturalmente, numerosos admiradores. Small meneaba la cabeza, incrédulo: — ¡Bueno!... Iré a su casa dentro de una hora. Si esto ha sucedido así, descubriremos algunas huellas. ¿Su casa es grande? — ¡Bastante! Es un viejo cottage que sirve de residencia a los míos desde hace siglos. ¡Oh!, ¡esta casa! Esta maldita casa. En nuestra familia tiene una tradición siniestra: cada cien años, una de las mujeres que la habita, desaparece misteriosamente. A prin cipios del siglo pasado... —Stop it, Malloy; regrésese a su casa y cuide de que nadie toque nada. A propósito, ¿quiénes son sus vecinos? —Al lado hay una casa tan vieja como la mía, que pertenece a los Hard-ingstone. —¿Hardingstone, el escultor? —El mismo. De nuevo, como para rematar la entrevista que ya tocaba su fin, volvió a preguntar el detective: —¿Está usted seguro de que todas las prendas de su señora están en su lugar; no puede haberse llevado algunas ropas? —No señor, no! Nada falta. Por lo demás, si ella se hubiera vestido para salir, ¿a dónde habría dejado el peinador y las sandalias? — ¡Evidentemente! Entonces,—agregó Mr. Small ya fuera de sí: o una de dos, o su mujer ha sido secuestrada en realidad (y esto en una casa llena de criados me parece problemático), o ha a-bandonado el hogar atacada de una crisis misteriosa y súbita, sin darse cuenta de lo que hacía, como una sonámbula... Permaneció Small un buen rato sin despegar los labios. Luego, decidiéndose en el acto, exclamó levantándose: — ¡Vámonos a Kensington! EN LA CASA DEL MISTERIO La residencia del pintor estaba guardada, diríase militarmente, por un par de molosos que dormían en la entrada del jardín. Small subió al departamento de la señora de Malioy. Sin pronunciar una sílaba, el detective lo registró todo con eu pupila experimentada. De pronto se agachó sobre la rica alfombra de Es- snjrna. Sus colaboradores vieron que recogía cuidadosamente un polvillo blanco y lo depositaba, con la ayuda de un pincelito, en una hoja de papel. —Lo que es curioso,—murmuró entre dientes, mientras escrutaba su hallazgo con una lente de aumento,—es que parece que fuera cuarzo. No, palabra, son fragmentos minúsculos de marmol blanco. ¡Veamos!... Y, acostándose en el suelo, examinó largamente los intersticios de la alfombra. SOBRE LA PISTA Al abandonar el barrio de Kensington, Small efectuó una jira por todas las grandes casas de productos químicos de Londres y, finalmente, detuvo su automóvil ante la puerta do un conocido naturalista del Commercial Road. Cuando regresó, su rostro dejaba adivinar que la pesquisa marchaba por buen camino. —Usted no encuentra,—dijo a su a-compañante—, que es bastante insólito que un escultor necesite varias demajuanas de formol, así como cien kilos de betún y de silicato? Y después, riendo prosiguió: — ¡Pero sí! Es de Hardingstone, el vecino del pobre Malloy, de quien hablo... — ¡Cómo! No comprendo nada.. ¿A-caso piensa usted que ... ? —No busque usted. En este momento, sigo la pista del escultor. Al día siguiente, el pintor Malloy había desaparecido a su turno .. EN LA CASA DEL CRIMEN A las nueve de la mañana, Smáfl y uno de sus colaboradores se encaminaron a la casa de Hardingstone. La vieja quinta parecía desocupada; pero cuando la autoridad hubo golpeado diez minutos, reloj en mano, se oyó que alguien en el interior se acercaba con mucha cautela a la puerta; luego, el rechinamiento de un herrumbroso cerrojo, y apareció el escultor en persona: un hombre garboso de finas y resueltas facciones. —Good morning, mister Hardingstone, saludó Small, cordialmente. Dispénseme la molestia. Quisiera formularle algunas preguntas. El dueño de la casona condujo a los visitantes a su taller. Al mismo tiempo que el detective simulaba admirar las obras del artista, observaba la vasta estancia con ojo de lince. Todo parecía normal. Pasado un cuarto de hora, y ya dispuesto a retirarse, el jefe del Scotland Yard hizo caer, fingiendo torpeza y solicitando disculpas, una caja llena de útiles y de pedacitos de mármol. Mientras que los tres hombres se hallaban ocupados en recoger los objetos del suelo, y en el propicio instante en que Hardingstone estaba vuelto de espalda. Small escondió en su mano algo que yacía al pie de un busto inacabado de mujer, y escurrió luego su descubrimiento en una de las cajitas que siempre llevaba consigo. Cuando el grupo salió, uno de los inspectores le preguntó: —¿Qué encontró usted? —Moscas,—respondió. Moscas muertas. Había docenas de moscas en el suelo. Ahora bien, ¿no sintieron ustedes, entrando en el salón, un fuerte olor a formol? — ¡Moscas?, comentaban los agentes. No comprendemos ... Pero ya Small hilvanaba su sueño hasta el fin: —Primero, iremos al laboratorio; en seguida, si lo que yo creo es verdad, convocaremos a Hardingstone, con objeto de poder registrar sus aposentos con toda comodidad. Tengo la certidumbre de que el cuerpo de la pobre señora de Malloy se encuentra en algún lugar de la casa. Es lo que explica el olor a formol. —¿Fué usted a interrogar al naturalista Johnson? ¿Qué es lo que el escultor compró allí? —Veinte cadáveres de gatos. ¡Pero sí! Ninguna explicación por el momento. Veremos más tarde ... EL HORRIBLE HALLAZGO Anochecía cuando las autoridades policiacas penetraron de nuevo en el ta» 11er de escultura. Todo alrededor, se diría que las creaciones de Hardingstone aguardaban sólo el mágico santo y seña para ser devueltas a la vida. Alguien de los allí presentes hizo esa reflexión en voz alta sin darse cuenta del alcance de sus palabras. Small, que estaba como transfigurado, echó una mirada de fuego a (rasa a la Página 19.) PAGINA 6