quet.—Figúrate, querido Lonbelleé, que Adriana está inquieta porque Gú-raud no ha venido a comer esta tarde. Estoy seguro de que eatá pensando mi mujer en algún accidente; alguna desgracia, algún absurdo. |Qué tiene de particular que Gé-raud no venga! El tiene sus negocios, es jóvee, le atraerá cualquier asunto.... En definitiva, es libre y no tiene a quien dar cuenta de su persona! i Por otra parte, Géraud nos dedica todas las tardes y hay que concederle un poco de libertad. Yo profeso el principio de que no debe uno preocuparse nunca de lo que los amigos hacen. —Mi mujer, por lo visto, no piensa de la misma manera. Madame Buquet respondió con voz emocionada: —No estoy tranquila; tengo el presentimiento de que a Géraud le ha sucedido algo. —¡Qué ha de sucederle!—gritó Buquet, y continuó comiendo. Se levantaron de ¡a mesa sin que se pronunciara una palabra más. —Ve- a vestirte, Adriana—dijo el marido a la mujer, que permanecía indecisa.—Yo no necesito más sino ponerme el paletot. Aqui te esperamos. Adriana salió y nosotros nos quedamos fumando y charlando. Apenas habían transcurrido cinco minutos desde la salida de madame Buquet, escuchamos un grito de espanto, seguido del golpe que produjera un cuerpo al caer sobre la alfombra. Buquet y yo nos precipitamos hacia una habitación vecina, donde encontramos a Adriana tendida en la alfombra con el rostro lívido y el pecho convulso y jadeante. Entre los dos la transportamos a la cama, donde haciéndola respirar unas sales, la volvimos al conocimiento. —¡Ahí, ahí!—fué su primera palabra —¡Ah!— continuó señalándonos un armario de luna.—Le he visto. Le he visto en el espejo. Me volví a verle, creyendo que se encontraba tras de mí, y al observar que no había nadie, comprendí y caí desmayada. —Pero querida mía—preguntó el esposo ¿qué diablos has visto? —Lo he vieto a él, • Géraud. —¡A Géraud! —Si, lo repito, le he visto y él me ha mirado también. Buquet me miró asustado. —No te alarmes amigo mío—le dije.—Estos accidentes son muy explicables, y no tienen ninguna gravedad. Adriana está mejor, y no hay inconveniente alguno en que se vista y os vayais al teatro. Yo iré con vosotros. —Sí, sí—dijo Adriana pricipitada-mente—vamos: pero a condición de que pasemos antes por casa de Géraud. —¡Pero si no hay necesidad!—interrumpió el marido. —Iremos—dije entonces,—La casa de Géraud está cerca; no nos entretendrá la visita y con esto quedará Adriana completamente tranquila. Poco después entrábamos en un carruaje, dando orden al cochero para que nos llevara al número 5 de la calle de Louvre. Estas eran las señas de Géraud. Este vivía sqlo, atendido por la portera, que "tenía una llave de su habitación. Apenas llegamos a casa de Géraud, Buquet salió del coche y penetró en la portería. —¿Y el Señor Géraud? —En su cuarto. Vino a las cinco y no ha vuelto a salir. —¡Ya ves, querida mía!—dijo Buquet volviendo al carruaje.—Géraud está en su cuarto y no le pasa nada. Tus presentimientos no tenían sentido común. ¡Cochero! A la comedia Francesa. —No, Buquet—gritó su esposa. No nos vayamos aún, hay que verle, es preciso. —¡Subir cuatro pisos para nada! Adriana, por tu culpa vamos a llegar tarde al teatro. En fin, subiré. ¡Cuando una mujer se empeña en una cosa 1.... Madame Buquet, y yo quedamos solos en el coche. Yo miraba a Adriana, presa de la más grande agitación, con los ojos muy abiertos, fijos en la puerta por la que había penetrado su marido. A poco rato reapareció éste. —He llamado tres veces y no contesta—nos dijo.—El tendrá sus razones para encerrarse a esta hora. Creo que ya podemos irnos al teatro. Miré a Adriana y vi en su rostro una expresión tan trágica que, yo mismo comencé a experimentar seria inquietud. Después de todo, reflexioné, no es cosa natural que este Géraud, que nunca come en su casa, haya faltado a la de sus amigos para estar encerrado allí desde las cinco de la tarde. —-Esperadme—dije al matrimdnie —voy a preguntarle a la portera. A ésta también le' había parecido extraño que Géraud estuviese en su cuarto tanto tiempo. —Esperad—me dijo—tengo otra llave de su habitación. Podemos subir y sabremos qué le psa.a Penetramos en el cuarto de Géraud. No había luz por ninguna parte. La portera llamó tres o cuatro veces, sin que le contestara nadie. Llegamos a la habitación de Géraud caminando a tientas, dando tropezones y siempre en medio de la mayor oscuridad, porque no llevábamos cerillas. * —Sobre la mesa de noche debe haber una caja de cerillas—me dijo la portera, que comenzaba a temblar y que no podía dar un paso. Me acerqué, palpando sobre el mármol. De pronto sentí en mis dedos algo que me hizo una impresión profunda, algo que me anunciaba no sé que drama espantoso. Seguí buscando hasta encontrar las cerillas. Cuando encendí luz, vi a Géraud tendido en su cama, con la cabeza destrozada de un balazo. Junto al cadáver hallé una carta manchada de sangre. Géraud se despedía en aquella de su ámigo Buquet, sin decir las razones porque se mataba. Reconocí el cadáver, apreciando que la muerte debió haber ocurrido hacia una hora. La misma, precisamente, en que Adriana Buquet tenía la siniestra visión en el espejo. XXX —Esta es mi historia—concluyó mi amigo.—¿No es bastante para confirmar la existencia de esos casos de que te hablaba, los cuales hacen trabajar a la ciencia con más celo y más conciencia que buen éxito en sus estudios. - rp 1