Nuestros Intelectuales El Lie. Francisco Elguero. Con tu permiso, lector, me pongo descriptivo. Una casa de huéspedes. Una portera tratable. Unos chicos en retozo. Un gallo. Un perro. Dos escobas. Y, enmedio de todo aquello, una ciudadana pálida—^, Berrea un piano______ —El Lie. D. Francisco Elguero? —Suba usted. En el segundo piso, cuarto número ocho. A la derecha____ Encontramos a don Francisco entregado a sus labores. Muchos libros, muchos papeles, una máquina de escribir. Y una tranquilidad absoluta. Hay un tibio ca«or de- estufa, que conforta____ —Perdone usted, señor, pero______- —Nada tiene usted que decirme, porque lo sé todo. Usted lo que quiere es una entrevista. No es eso? —Efectivamente. —Pues bien. Antes que me interrogue, y agradeciéndole mucho el favor que me dispensa, debo decirle que no voy a hablar mas que para decir que no puedo hacerlo. En año cuatro meses que llevo en el destierro, me he prohibido estrictamente la política, que ni hago, ni escribo, ni hablo nada respecto de ella, y mi mayor deseo consistiría en llegar a olvidarla. No poj eso vivo en el ocio. No, señor. Trabajo en mi Enciclopedia de Ilustración y Cultura, sin descanso, y ella. -*-si no me veo condenado a ganarme el pan de cada día,— será el único objeto a que aplique las fuerzas que me quedan y el tiempo que me falta. Una obra de éstas puede absorber, no digo la vida de un viejo como yo, sino Ir. de un joven como usted; y aun cuando me fuera dable volver a la política y a los nego-r cios' no lo haría para no perjudicar mi empresa. Claro es que lo que yo pueda lograr, por mucho que viva y mucho que trabaje, ha de ser muy poco: pero, joven , amigo, obras de esta naturaleza, son como los edificios bien trazados, queden lo que en ellos haga un arquitecto, no se pierde aúneme abandone la tarea. Mire usted La Enciclopedia Británica apareció, por primera vez, en tres volúmenes, a principios\del siglo XVIII, y. en ediciones sucesivas, ha ido creciendo, creciendo, hasta llegar a tener veintinueve in folio en la de 1911. Y ¿quién me dice a mí, misero mortal que va al ocaso, que si logro hacer algo útil y recreativo, no vendrá alguien que ensanche ese trabajo, en provecho de la cultura mexicana? Sobre todo, quiero terminar mis días haciendo el único bien que está a mi alcance: estudiar y escribir. —Noble labor! Es decir, noble y común. Porque en eso se ha pasado usted la vida. Que estudios de derecho, que artículos de periódico, que composiciones literarias, que disertaciones filosóficas---- !Vaya us- ted a saber! —No me hable usted de filosofías, que es en lo que mas perdí mi tiempo. Y rectifico: no lo perdí del todo No lo perdí, porque, después de quemarme las pestañas y de devanarme los sesos, hice un libro. Un libro de filosofía y de historia, al que titulé de “Primera Intención". Y lo titulé así. no para que se le disculparan sus faltas, sino para que se viera que las reconocía yo, y que, por reconocerlas, admitía que mi pobre libro estaba condenado a ser eternamente malo. —Pero don Francisco, por Dios! ¿Es acaso la disertación sobre el Dogma de la Inmaculada? —Sí, señor. Y es lástima que uno de Jos pocos libros que en México se han publicado con tan buenos fines como el mío, no hubiera salido airoso de la suerte. Sin embargo, cuenta la fábula que una vez, dos niños. Santa Teresa y su hermr.no Rodrigo, quisieron marchar a país de gentiles y dar su v’da por la fe. No había moros. ni chinos a dos mil leguas de distancia, y apenas algunas cuantas habían caminado los rapaces, cuando cansados, hambrientos y sin saber qué rumbo tomar, se sentaron a la orilla del camino, tristes y cabizbajos Se les acercó un misionero, que regresaba del Asia, desesperado de vencer tanto obstáculo a la evangelización de aquellas ingratas regiones. Pregunta a los niños a dónde van: le dicen éstos, ingenuamente, su imposible empresa, y el misionero reflexiona— Volvieron los niños a su hogar, y el anciano emprendió, de nuevo, el camino del destierro, de la lucha y del martirio. Los nequeñuelos no fueron mártires; pero hicieron un. apóstol, un mártir y un santo! Pues este es el caso de mi libro. Con ser tan malo y no conseguir su fin científico, puede sembrar siquiera, en un alma recta o pecadora, algún buen pensamiento. Porque, yo desconfío de mis fuerzas, pero no de las de la verdad. Y por eso escribo. Y el libro a que me vengo refiriendo tiene su base en la siguiente filosofía. Lo creo que, cuando en las sociedades se desata una -corriente de mal, en el seno de la iglesia el bien contrario cobra nuevo vigor y nuevo aliento; de manera que, mientras en la humanidad, alguna cosa santa llega a corromperse al grado de que se vea muerta, en la iglesi:» florece tanto^qire llega a su completa lozanía. Ley de las compensaciones y de las reacciones, llamaría yo a esta ley maravillosa, por virtud de la cual siempre existe en la tierra, para los mayores males, contrapeso de bien; para los mayores errores, contrapeso de verdad. Y así como la declaración de la Infalibilidad Pontificia se hizc. en su tiempo; es decir, cuando lo r#* quería una gran necesidad humana, la declaración del Dogma de la Inmacu lada verificóse igualmente, por virtud de la ley de reacciones y compensaciones. para combatir con ella la dañosa "filosofía imperante, para poner dique a la marea de sensualidad que crecía, para contrarrestar la tendencia diabólica del suicidio, para atenuar el curso de! divorcio, para vencer al socialismo. Y para poner valla a esa anarquía espantosa, la Iglesia necesitaba esfuerzo supremo, y lo hizo, acrisolando las virtude* opuestas al mal amenazante, y elevando a Cristo la más solemne y universal de las plegarias, a quien, en cambio del nuevo homenaje, pedía nuevo rayo de luz para la fe, nuevo aliento para la caridad y nuevo soplo para la esperanza. San Agustín dice que entre las persecuciones de la tierra y entre los consuelos de Dios, discurre “peregrinando" la Iglesia. —Luego entonces, señor, usted cree en el Dogma de la Inmaculada_______? —Si no tuviera otras consideraciones de orden teológico, me bastaría ser crist’ano y leer el Génesis para creerlo. Porque desde el establecimiento del Cristianismo, la Iglesia admitió que esta Mujer privilegiada era la Madre de Dios, y la profetizó como ven-