156 REVISTA EVANGELICA Marzo le quitó la ropa ensangrentada y se vistió con ella, poniendo a su hermano su propia ropa limpia. En seguida lo metió dentro de una pieza interior, cerró la puerta y aguardó. En pocos momentos llegó la policía, entraron, y uno de ellos viéndole la ropa toda ensangrentada dijo: “Aquí está el matador.” Uno le preguntó que si había matado a un hombre, pero otro policía lo interrumpió gritando: “No hay ninguna duda. ¿Por qué perder tiempo? Agárrenlo. Vamos." No dijo una palabra el hombre. Poniendo en sus manos las esposas lo llevaron a la comisaría y lo encerraron en una celda obscura. El preso guardó silencio todo el tiempo. En la mañana fue procesado y lo único que dijo fue: ‘‘Sé bien que tengo que extinguir la pena de este crimen con mi vida; mientras más pronto mejor.” Cuando fue traído delante del juez, éste viendo su ropa manchada con sangre dijo: ‘‘No es necesario testigos, el caso es muy claro. ¿Quiere usted un abogado?”—‘‘No,’’ respondió el preso. —“¿Quiere usted alegar algo en su propia defensa?" —“No”—dijo otra vez el acusado con voz clara y resuelta inclinando la cabeza para no revelar la inocencia que se veía en sus ojos. Se apresuró el proceso y fue condenado a muerte. La víspera de ir al cadalso el preso rompió su silencio inesperadamente. Suplicó que lo visitase el Alcaide de la cárcel. Al acudir éste, el preso pidió papel, tinta y pluma para escribir una carta. Cuando la hubo terminado dijo: “Señor, tenga la bondad de conceder pl último deseo de uno cuya vida toca a su fin. Le suplico, como en la presencia de Dios, que me prometa no romper el sello lacrado de esta carta, sino que, después de mi muerte, sea entregada a la persona a quien va dirigida. Tenga usted confianza en mi. No pienso hacer una maldad. Mañana tengo que comparecer delante de Dios y en mis últimos momentos no puedo mentir. El Alcaide miró atentamente el rostro del preso. Era imposible no creer lo que dijo y tenia demasiada humanidad para negar. Parecía que proferia su petición con toda su alma. Se portaba tan sereno, tan manso y en sus ojos se veia una luz que parecía sobrenatural. Y el Alcaide dió su palabra al preso de que todo se haría conforme a su deseo, el deseo de uno que estaba mirando cara a cara a la misma muerte. En la noche, a la hora de pasar revista a las celdas, el preso entregó la carta sellada al Alcaide, en la puerta de la cámara de la muerte. Pasó la noche, para muchos de reposo; para otros de dolor; para otros de pecado para el preso de desvelo, pero también de paz. Hincado esperaba el momento cuando la eternidad le saludara; como quien ya ve claro el mundo del más allá. Amaneció. La gente dió principio a sus labores. Aparecieron los que tenían que llevarlo al patíbulo. Pasó una hora y ¡todo se acabó!