cedora de la serpiente del mal; y no podría corrsponder tal vaticinio a una mujer concebida en pecado. “Ipsa conteret caput tuum,” dijo Dios a Satanás, —la mujer quebrantará tu cabeza,— y tal profecía seria inexplicable ciertamente, si María hubiera sido victima de la serpiente bíblica, naciendo con la mancha original. San León decia: “Inmaculata virginibus concupiscentiam nescfebat;” San Agus tin: “Nihil in ea concúpiscentialiter resistebat.” Y la voz solemne de esos padres ilustres no se perdía en la humanidad; ésta recogía su sentido como un tesoro, y por eso todos los poetas del Cristianismo han cantado la Inmaculada, desde Sedulio hasta Santeuil; desde los troveros hasta Lamartine y Hugo. El siglo XIII, el siglo cristiano por excelencia, el que tuvo filósofos como Santo Tomás; poetas como Dante; apóstoles como San Francisco; Papas, como Inocencio III; guerreros y reyes como San Luis y San Fernando; códigos como las Siete Partidas; universidades como Oxford y París; el siglo de la mayor eflorescencia cristiana, el del verdadero y santo renacimiento, ese siglo fue el de la Inmaculada, resonando en la Sorboná la poderosa elocuencia del gran irlandés Scoto, que hacia brillar la concepción sin n.ancilla de la Madre de Dios, a la luz de aquel argumento. breve e irresistible como el rayo: “potuit, decuit, ergo fecit". Bossuet, el primer orador moderno, quizá el primero de los siglos, teólogo insigne que aniquiló científicamente la mayor de las herejias: émulo de San Agustín por el genio: de Orígenes por la erudición: de Tertuliano por la sobriedad, y superior a todos por la elocuencia; Bossuet, en una de sus cartas, se lamentaba, quizá con excesiva amargura, de que la Iglesia no declarase el dogma de la Inmaculada. Y a que seguir! ÉJ, siglo XIX llegó, y Francia, que iba a la cabeza del mundo, después de sufrir la tiranía del populacho y de anegarse en lágrimas y sangre, se vió sujeta al despotismo militar más absoluto y arrastrada a la guerra continental más loca. Y, —oh, ley de las reacciones maravillosas!— los horrores de la revolución primero, las angustias de las luchas después, y los desengaños del desastre por último, la hicieron volver los ojos a Dios, estimulada por las medidas napoleónicas, v por el estilo admirable de Chateaubriand y el genio de Lammenais y de De Maistre. Y en aquella época de desazón y de neurosis mental, vino la filosofía positivista buscando a la razón extraviada, asilo seguro aunque estrecho; campo reducido, pero sin principios; maestro que enseñase poco, pero con absoluta- certidumbre. Y Augusto Comte dió norma segura a la razón, pero a condición de que se cortase las alas, de que se limitase a ver a través de los sentidos; de que prescindiese de su origen y de su fin, buscando sólo la verdad en el haz de la tierra, como la bestia el pasto. Puede cumplir el positivismo su promesa de no dejarnos errar, pero a trueque de ignorar lo que más importa. "No hay causas, todos son fenómenos; hechos, puros hechos y sólo hechos,” gritaba el pedagogo de Dickens. La ciencia está en generalizar, y su generalización es la ley. Y aquí se detiene el sistema. Y qué, —pregunta el catecúmeno,— nunca esa ciencia miope se remontara a las causas. Nunca, contesta el Pontífice. Observa exactamente, generaliza lógicamente lo observado, y conténtate con la ley que nazca de la generalización. No llegarás a Dios por ese camino, pero no importa: el progreso esta precisamente en separarse de El. (Aquí-el positivismo, que nada quiere enseñar en materias religiosas, comienza a hacerse apóstol del ateísmo). Napoleón fue gran enemigo de los filósofos que le parecían peligrosos, y según Jufroy, en 1814, la filosofía en Francia se asfixiaba en un “agujero sin aire.” Y cuando a la caída del César, pudo respirar un poco, pidió oxigeno a Alemania, y Kant le inspiró el pesado ambiente germánico, saturado de densas y pegajosas brumas. Heine, al hablar de esta evolución candorosa, dice con exquisita gracia: “Dios, según Kant, es un “noumen,” y en consonancia con sus argumentos, ese Ser ideal y trascendental, queda reducido a una suposición. Es e! resultado de una “ilusión" natural. Y las palabras del Dante, “Lasciate og-ni speranza” las inscribimos en esa parte de la "Critica de la Razón pura." ¿Creeréis, tal vez, que ya no nos queda sino volver a nuestra casa? No tal; aún tenemos que ver el sainete, porque tras ia tragedia, viene lo cómico. Manuel Kant ha tenido, has ta aquí, el acento de un filósofo inexorable, que, tomando el cielo por asalto, ha pasado a cuchillo toda la guarnición. Véis que yacen sin vida, los guardas de corps ontológicos cosmológicos y psicoteológicos; la misma deidad, privada de demostración, ha sucumbido; ya no hay ni misericordia divina, ni bondad paternal, ni recompensa futura para las actuales privaciones; la inmortalidad del alma está en agonía--------Y el viejo Lampe, afligido espectador de esta catástrofe, deja caer su paraguas, cúrrenle por el rostro gruesas lágrimas y sudor de agonía. Entonces Kant se enternece y dice con tono bonachón y malicioso: "Es preciso que el viejo Lampe tenga un Dios, sin lo cual no puede ser feliz el pobre hombre. Y como la razón práctica dice que el hombre debe ser dichoso en este mundo, así, pues, quiero muy de veras que la razón práctica garantice la existencia de Dios”. Como consecuencia de este razonamiento, Kant distingue entre la razón teórica y la razón práctica, y con ayuda de esto, como caí una varita mágica, resucita a Dios que habia matado en la razón teórica. Puditra ser muy bien que Kant emprendiese esa resurrección no solamente por amistad con el viejo Lampe, sino por temor a la policía. ¿Obraría por convicción? ¿Quiso, al destruir todas las pruebas de la existencia de Dios, mostrarnos lo triste que era para nosotros no saber nada de Dios? Obró en esto, mas o menos, como el amigo Westfaliano, que rompió todos los faroles de la calle Grohn en Gotinga, y nos echó en la obscuridad un largo discurso sobre la necesidad práctica de los faroles que había apedreado de una manera teórica, para enseñarnos que sin la luz bienhechora no podíamos ver nada. ’ Littré, sucesor de Comte en el positivismo. que murió, felizmente, en el seno de la Iglesia, cuando contemplaba con tristeza el “más allá", no se atrevía a negar a Dios, ni a la otra vida, y decia con acento melancólico: “El más allá es absolutamente inaccesible al espíritu humano. Pero inaccesible no quiere decir nulo o inexistente. La razón no ve a Dios ni a la inmortalidad, ni a la causa, ni al fin. Quien los ve, entonces? La fe? Pero si la fe no puede existir sis la razón, como el telescopio no existe sin la vista natural. Si la razón no puede descubrir las cansas primeras y las causas finales, qué nos puede decir la fe. que se asienta sobre la razón? Spencer confiesa, y negarlo seria destruir la razón por su base, que tratándose del origen de las cosas, una de estas tres proposiciones tiene rjue ser verdad: “o el universo existe por si mismo, o se ha creado a si mismo, o debe su existencia a un agente superior.” Y, al hacer el análisis de éstas tres proposiciones, dice que repugna a la razón que el universo sea el ente necesario; tampoco se ha creado el mundo a sí mismo, agrega. porque una potencia no puede ponerse a sí misma en acto, con lo que