fuerte se oía! Uno de los niños suspiró en su sueño, y, sacando su gordo bracito, se volvió al otro lado, y siguió durmiendo. La lucecita crugió, crugió y se apagó repentinamente. El “bebé” primero; pues si despierta puede llorar y despertar a los otros. ¡Qué cuellito tan pequeño! Ahora, a encontrar el lugar sabido por todos los japoneses en donde se puede apretar la navaja sin dar tien po a sentir dolor. Ahora el siguiente. Pronto, mientras su brazo esté firme aún. ¿Qué? ¿Es ya el turno del primogénito? ¡Parece tan corto el tiempo desde que él y su joven esposa lo llevaron al templo a bautizar, y le compraron el collarcito que le había de traer to das las virtudes, y, sobre todo, tn corazón valiente!_______ Sus manos temblaban ya. Y sintió gruesft gotas de sudor helado rodar por su frente. La navaja parecía res-balársele y le daba brincos en las manos. ¿Sería un cobarde después de todo? ¡No. jamás! Ya había pasado. El sacrificio ya estaba consumado. Levantando los cuerpecitos los envolvió encuna manta roja y colocándolos en la “jinriksha” volvió a .recorrer con las piernas temblorosas tes recorrió para llevar a la joven esposa a descansar eternamente en la tranquila fosa del cementerio. La luna se levantaba sobre las colinas, y a la triste luz que proyectaba encontró Tokichi la tumba; y no lejos, el azadón. Se puso a escarbar con toda su fuerza y acabó pronto la tarea. Entonces, rodeando la fosa de hojas de palma, colocó los cuerpecitos, juntos, muy juntos, a los pies de la joven madre. ¡Oh, si él también pudiera descansar allí junto a ellos! Pero su tumba tiene que abrirse en lejanas tierras y en países extraños. Rápidamente, rellenó la fosa con la tierra húmeda; después, cruzando los brazos, recitó en voz baja una oración. Estallaba la aurora cuando dirigió sus pasos al templo. Pasó por donde se encontraba el sacerdote y en pocas palabras, pues el tiempo era escaso, le contó su historia. Cuando hubo acabado dijo: —Nfi deber aquí está terminado. Soy libre para poder dar mi Arida por nuestro Emperador. A la puerta en centraréis mi “jinriksha” que os dejo, lo mismo que esto. Y le dió la manta ensangrentada. En seguida, pidiéndole su bendición, salió. Toda la ciudad estaba ya despierta, y el sol, elevándose, brillaba sobre millares de tiendas dé campaña, con el mismo camino que seis semanas an-banderas que flotaban alegremente movidas por la brisa de la mañana. Las calles estaban llenas de una multitud ansiosa de ver partir de ún instante a otro el regimiento. Las trompetas dejaban oír su clara voz. Era la última revista que pasarían los soldados en su país natal. —Tokichi Matsushima. —j Presente! Diez minutos después, al desfilar, al compás de la fanfarria, la muchedumbre vitoreaba al regimiento. No había un soldado más feliz ni que marchara más orgulloso que Tokichi. ¿Un criminal? Sí, conforme al modo de pensar de los bárbaros del oeste, pero un héroe ante los ojos de la gente del oriente. ¿No había sacrificado su propia sangre en el altar sagrado del patriotismo? ¿Sacrificándola para poner su vida como ofrenda a la. Patria? -------- -------x-se-x—-7-— En el templo de un lejano pueblo del Japón, un sacerdote vende a los fieles amuletos, que dan al que los lleva consigo un patriotismo inacabable. El los hace con sus propias manos, y cada bolsita de seda con su cordón de plata, contiene un pedazo de la manta roja manchada de san.