LA ESTRELLA DE LOS REYES MAGOS. Por Amado Ñervo. Cuando los tres Reyes Magos hubieron cumplido su misión de adorar a-Jesús niño, y de ofrecerle incienso como a Dios, oro como a rey y mirra (amarga y acre) como a hombre, pensaron en tornar a sus tierras distantes. El aliciente mayor de este retorno era el deseo de narrar a los sú-yps el maravilloso viaje. Gaspar, empero, quiso detenerse un poco en Palestina. Deseaba conocer las ciudades romanizadas, a las que Herodes el Grande había, dotado de monumentos grandiosos. Quería, asimismo, ver la metrópoli judaica, Jerusalén, y cóntemp’ar la opulencia y majestad del templo edificado por Salomón. Así lo hizo, y se hospedó durante algunos dias en la ciudad santa, donde treinta y tres años más tar— de el hijo del hombre debía ser crucificado. Gaspar era muy ingenuo; a pesar de su alcurnia, había visto poco mundo, y a cada paso, en Cesárea (la antigua Sebasto) y en Jerusalén, sobre todo, encontraba motivos para admirarse. Tenía poco que referir, y como se hallaba aún estremecido por el milagro que había visto, era éste el objeto predilecto de sus conversaciones. Cierto día, en la casa donde se hospedaba, púsose a la mesa cerca de él un romano, recién llegado a Jerusalén con una misión ercundaria del emperador. Este romano era hombre instruido, había estudiado filosofía, con un sofista griego, se había leído a Platón y a Plotino, a los poetas y a los filósofos, y sus juicios estaban, generalmente, inspirados por un elegante escepticismo. Al oír narrar a aquel rey bárbaro su peregrinación en pos de una es-trella, el romano se permitió, sonriendo dubitativamente, decir a Gaspar: —Perdóname que haga una objeción a tu interesante relato: Pretendes haber visto, con tus compañeros un radiante astro que te indicaba, todas las noches, el camino. Pero ¿que astro podía ser éste? Bien sabes que no hay en el cielo sino estrellas fijas, planetas y cometas. Una estrella no puede bajar a la tierra. Nuestra pobre esfera, sería destruida, abrasada, en un instante. Si leyeses a los griegos, sabrías que las estre-^ lias son soles enormes, que vemos tan pequeños a causa de su lejanía. En cuanto a los planetas, son siete los conocidos en los cíales los poetas griegos simbolizan los dioses, a saber: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, la Tierra que hablarnos, y la Luna que ilumina nuestras noches. Y aun afirma Aristóteles, \ en concéptos quizá un poco obsetiros, pero no tanto que no se entiendan, que más allá del alcance de nuestros ojos hay otros planetas desconocidos. Ahora bien: ¿cuál de esos siete planetas de que te hablo podía bajar al nuestro para guiarte?* Me dirás que la Lr.na, que es el más cercano: pero, tras de que tú afirmabas ha poco que veías el lucero “no obstante la c’aridad linar,” este planeta es todavía de tal suerte grande, que en vez de guiaros os hubiese -cerrado todos. los caminos con su mole formidable-------Por lo que res- pecta a los cometas, tras de que ocupan inmensas extensiones en el espacio, sería absurdo suponer que, al bajar uno de ellos para conduciros no hubiese sido visto de toda la Tierra, y es, por otra parte, ridículo pensar qi.c un cuerpo tan tenue y de tal magnitud se hubiese detenido, como afirmas, sobre el techo de un establo de Belén-----Tendrás, por tanto, que convenir conmigo, ¡oh rey! en que tu estrella es absurda, y en que ni el más ignorante de los pastores caldeos, bien familiarizados con las noches resplandecientes, creería una palabra de lo que dices____- Y perdona lo rudo de mi franqueza. Gaspar, que había seguido con pro-. funda atención este discurso, traducido por uno de los presentes en Dueña parte, porque el rey oriental ignoraba casi por completo el latín, des prés de algunos minutos de perplejidad, y en medio de la atención unánime ya expectante, ya sorprendida, ya burlona, respondió asi: —Te confieso que al principio, cuando vi la estrella anunciada en sueños por espíritus armoniosos, no pensé en la posibilidad o imposibilidad de que me guiase, ni de que hubiera podido descender a la tierra: me contenté con seguirla----(Los maes- tros que condujeron mi infancia por los caminos de • la sabiduría, no habían leído a Aristóteles. Sabían, sí. muchos secretos de las almas y muchas propiedades y caracteres ocultos de las cosas----) Pero más tar- de, cuantío el examen sustituyó a Ta emoción producida por nuestra maravillosa aventura, he reflexionado en algo de lo que tú ahora me dices, no con la claridad con que tú lo piensas y expones—más confusa quizá, pero más intensamente—y considerando asimismo lo que mis compañeros Ba’tasar y Melchor me han dicho, y lo que oí de los labios de muchos pastores, que todos veían y seguían la estrella, he acabado por comprender que ésta era una estrella interior.... Sí—continuó Gaspar con cierta emoc’ón, que dignificaba aun más su noble y anguloso rostro moreno y ponía en sus grandes ojos de gacela pensativa quién sabe qué fulgores sobrenaturales:—sí, era una luz interior, un astro que había nacido en nuestros espíritus. Lo veíamos en una especie de éxtasis, sin acertar a decirnos ¿i nuestro deliquio encendía el lucero o él producía nuestro deliquio... Mientras los drome darios caminaban, proyectando a la luz de la luna sobre el desierto lívido sus cuellos de serpiente, nosotros perseguíamos una visión inter na____ Quizá íbamos hasta con los ojos cerrados, porque ciertas luces divinas se ven así mejor------ Cuan- do nos. arrodillamos ante aquel infante desnudo y tembloroso del establo, la luz de adentro quedó eclipsada por la luz de afuera, por el fulgor. que emanaba de los ojos del niño misterioso. ¡ El lucero se había hecho carne!----- El romano, ligeramente conmovido por el relato del rey, miraba inmóvil el metal de su copa, en el que ardía un tímido rayito de la tarde, que penetraba por una ventana a-bierta. —¡Quién sabe si, en efecto, ese niño de que hablas ha venido a encender una estrella nueva en las ab mas!---- Gaspar no contestó. r\ lo lejos, entre los riscos ásperos del paisaje, más allá de los tor-" cidos pinos, se desangraba lentamente el crepúsculo. Amado ÑERVO.