La Semana Santa Todavía me acuerdo, como si lo estuviera mirando, de aquel magnífico saco de terciopelo que estrené un Jueves Santo. ¡Ya ha llovido desde entonces! Tenia sus forros de seda, muy señores míos; y su bolsa de costado para guardar el pañuelo blanco con sus iniciales negras. La víspera del día famoso en que debía estrenarlo, no dormí en toda la noche. Sólo otra sensación parecida he experimentado: cuando el primer sombrero de copa se pavoneó con señoril donaire en mi perchero. ¡Dios mío! ¡Cómo se suspira de niño por ese Jueves Santo, esperado durante doce meses! Para los niños de la clase media es el día clásico de los estrenos. ¡Qué hermosa sería para ellos la Semana Santa, si no agriara su dicha la maldita estrechez de los botines que comprados la víspera, al obscurecer, de prisa, entre el barullo de los entrantes y salientes, aprietan el pie como un zapato chino! Para los ricos, y los que no conocen, afortunadamente esas penurias y privaciont s que trae consigo la pobreza, no existe, de seguro, la infinita ansiedad con que se aguarda un día de fiesta. Mas para los pobres, enclaustrados severamente en el duro aislamiento y el trabajo, el calendario abre de trecho en trecho sus cerrados barrotes, dejando ver un pedazo de cielo azul, como el girón del firmamento que se mira por la angulosa claraboya de una cárcel. Por la abertura de esos barrotes mal unidos, entra como una bocanada de aire que refresca la sangre y comunica aliento para seguir copiando oficios en el desmantelado salón de una oficina, o vendiendo diversas mercancías tras el pesado mostrador de una tienda. Esas francas alegrías que saludan la llegada de los días de fiesta, forman la riqueza de los pobres. Para ellos la Semana Santa no significa, como para nosotros, el trastorno, penoso siempre, de los viejos hábitos, la obstrucción del boulevard y la altura espantosa del termómetro; para ellos esos tres o cuatro dias, ungidos por la tradición cristiana, significan la libertad más amplia y prolongada de que pueden gozar durante el año, la fiesta de familia, la comida cuidadosamente aderezada, los pescados que sólo se compran para el Viernes Santo, los paseos llevando a la mujer del brazo y los niños de la mano a través de las calles y los templos, el vanidoso placer de tomar un helado en el café, el anhelado estreno de la ropa nueva, los días sin patrón, sin amo, sin ministro, las noches de largo sueño no cortado por el repique del reloj dando las seis de la mañana, ni las pesadillas en que revisten formas colosales los libros de Caja y las enormes ruedas de las fábricas. La víspera del Jueves Santo, en cuanto dadas ya las oraciones, ciérranse las oficinas y se apagan las luces de las tiendas, el pobre esclavo dáse a recorrer las calles, llevando bien guardados los cartuchos en que tiene el dinero de su sueldo; y cuando vuelve a casa entre los gritos regocijados de los niños que salen a aguardarle en la escalera, va poco a poco descargando su provisión de encargos: latas y pasteles, el encaje que falta para el vestido nuevo de la esposa, el sombrerito de paja florentina para el hijo mayor; las provisiones para la despensa, toda la inmensa variedad de peces y mariscos que son indispensables para estas vigilias de gran gala; la empanada de ostiones, el tarro de mostaza, y cubierta por triple envoltura de papel de estraza, apenas aromando el encarnado casco de latón, la gran botella de Alicante o Bur deos malo, que al día siguiente apurará entre aplausos la familia. Rhin, viejo Rhin, el vino de los ricos, jamás produce una alegría franca ni un placer tan grande. ? * * * Mi saco de terciopelo negro está ya más calvo que los académicos. Si tuviera memoria me contaría las peripecias de aquella Semana Santa en que me hizo sudar como un acróbata. Ya han cambiado las costumbres, hemos perdido muchas diversiones, muchas fiestas. La procesión no sale ya con su cortejo devoto por las calles, ni el Centurión caracolea en su caballo color de capa vieja. Sólo firmes, resistiendo los vaivenes de la suerte y los empujes de la civilización, permanecen tres cosas eternas: las matracas, los judas y las rosquillas. Hasta las aguas frescas han adelantado. La horchata de los buenos tiempos ha desaparecido con la china poblana y los versos de Guillermo Prieto. Los puestos de aguas frescas son verdaderamente cafés de encrucijada, con sus pequeñas mesas, más o menos limpias, sus canapés desvencijados, sus vasos de cristal y sus meseras. Ya no se toma la horchata en cantaritos nuevos. Delenda est Carthago. ¿En dónde están ahora aquellas tinieblas de San Agustín? Seguramente han ido a los telarañosos almacenes en donde el tiempo avaro guarda las lunas viejas y los monumentos de San Francisco. ¡San Francisco! Aquella era la grande Iglesia de la Semana Santa. En ella se lucían las mantillas negras, último resto del poder de España, los vestidos de moaré y los floridos tápalos de China. Ningún carruaje rompía con el estruendo de las ruedas el solemne silencio de las calles. Los gritos de los maromeros rasgaban el aire y los oídos también. ¡Como ha corrido el tiempo! Por aquella sazón no haba nacido Bejarano y no se proyectaban exposiciones de flores: Las mujeres no se exponían más que en los templos...... a ser magulladas por la muchedumbre. Ya no se toma la horchata en cantaritos nuevos. * * * La Semana Santa de nuestros días está vestida a la moderna! Los hombres pasan el día en las calles de Plateros y las mujeres se exhiben en todo género de exposiciones. Todo lo viejo desde las suegras hasta las mantillas, tienen la licencia de pasear a la luz pública. Lo primero que se piensa, viendo esos trajes de color de agua marina, esas plumas de pavo y esos botines de raso, es que el vestuario del teatro Nacional se ha vendido al menudeo. Se ven muchas caras y muchísimas caricaturas Sombreros hechos en la casa y que de lejos o de cerca pareen fieltros abollados con los que acaba de jugar un gato; viejas que se descascaran y jóvenes al óleo; levitas cuyos faldones se abren por detrás, dejando ver un picaro remiendo; corbatas color de sangre y guantes de redecilla. Los monumentos si han cambiado poco. La misma profusión de naranjas plateadas y banderi-tas de oro volador; las velas de cera, que se tuercen y se deshacen con el calor sofocante de la iglesia, las aguas de colores repartiendo la luz en haces, los profetas de cartón muy serios y formales; Josué con un sol de nariz colorada, entre las manos. Moisés con dos mechones calumniadores de rayos, erguidos sobre la cabeza; todos los personajes de la Biblia, estropeados implacablemente por los escultores, fijos en el altar, como una guard'a Pa-latina de la Iglesia. Manuel Gutiérrez yN A JERA.