Bajo una Lluvia de Fuego Episodio de la Gran Ofensiva Francesa Al rededor de nuestros puestos de observación exMo-tan sin interrupción las granadas, destrozan el terrcrjlo a nuestro alrededor y llenan el aire con sus trayectorias. Vuelan por todas partes árboles desarraigados, trozos de cemento armado, piedras, pedazos de techo y de plataformas. No se oye ni el zumbido de los cañones, ni el silbido de los proyectiles disparados cada vez más cerca, solo se escucha el corto y espeluzante ric-rac de las ametralladoras. Comparado con este siniestro ruido es un verdadero placer la contemplación de los cercanos fogonazos de fusiles y cañones. La robusta encina en la que he establecido mi puesto de observación, un verdadero nido, gime y se agita convulsivamente a cada granada que explota cerca de nosotros y cada vez es más insegura la situación de nuestro nido. Los mapas y compases se mueven continuamente con movimiento oscilatorio como el de una mano intraquila y nerviosa. Ric-rac... en seguida un fuerte crujido que nos hace involuntariamente examinar las ramas de que cuelga nuestro nido y vemos que una gruesa rama un poco abajo de nosotros ha sido cortada como por golpe de hacha y cae al suelo. Gases venenosos e irritantes que salen de las granadas que explotan llegan a nosotros. Me admira que todavía no nos hayamos vuelto locos. Tal vez solamente porque para ello nos ha faltado tiempo. t A pocos centenares de metros de nosotros están las trincheras enemigas y silbando salen de ellas continuamente las granadas dirigidas contra nuestras filas. Son los cañones de grueso calibre, “las ranas gordas" como los llaman por broma los soldados. Donde caen sus granadas aterran todo, tanto las fosas de las trincheras como las cupvas interiores de protección. Estos cañones quería ^o hacer callar con mis obuses. ¡Si pudiera ver cuándo riuestraí'granadas explotan! Pero el humo no deja ver nada. Sin embargo, ahora una ligera ráfaga de viento me permite ver. Hemos dado en el blanco y rápidamente disparamos algunos obuses más calculados a la misma distancia. Creo que las “ranas gordas" han recibido una buena ración," me dice tranquilamente el ayudante observador. La tierra bajo nosotros parece una inmensa criba, está toda agujereada. Hay hoyos pequeños, grandes profundos y planos, de todas clases y dimensioes, pero por último, después de haberlos mirado algún tiempo, todos parecen iguales, sin embargo hay uno que atrae siempre nuestras miradas. No hablamos de él, pero cada uno de los tres que estamos encaramados en el árbol piensa en él y cada vez que podemos nuestras miradas van al mismo hoyo, es como todos los demás, tal vez un poco más oscuro, pero allí estaba nuestra cueva en la que hemos pasado antes de la gran ofensiva más de una hora de agradable reposo. Cuando principió la lluvia de granadas, la cueva se hizo insoportable, a cada disparo los muros se acercaban unos a otros a pesar de que el oficial que la construyó aseguraba que podia resistir los más tremendos cañonazos. Pero en ella se encontraba con el segundo ayudante de observación y el telefonista, que nos acababan de sustituir cuando cayó una granada de marina y aplastó completamente toda la construcción con los dobles soportes de vigas de encina y rieles, el techo de tierra y piedra de más de un metro de espesor cayó sobre su constructor y componeros, encerrándolos para siempre bajo la tierra. La lluvia de granadas era cada vez más tremenda, ya no era posible distinguir los estallidos de cada una. Pensamos que era casi una dicha que el ataque fuera tan violento pues asi tendría que terminar pronto. Tal derroche de proyectiles no lo podrán soportar ni las inagotables cantidades de munición americana. Como en una nube están envueltas las trincheras, las posiciones de los jefes, las cuevas subterráneas de protección y las baterías. También yo doy la orden: “¡Fuego rápido!" ‘ Interrumpida la comunicación, rotos los alambres," anuncia de pronto el telefonista. ¡Maldición! Precisamente en el momento más urgente. Los telefonistas sacan de sus bolsillos sus banderas de señales y no hubo ninguna interrupción en las comunicaciones. Esta maniobra la habíamos practicado con frecuencia en tiempo de paz y su precisión era nuestro orgullo en las maniobras. Una nueva ráfaga.de viento nos permite ver otra vez la inmensa criba. ‘ El cabo Krüger se ocupa de unir los alambres," me anuncia el telefonista, y realmente el muchacho salta de hoyo en hoyo bajo copiosa lluvia de granadas, tiene el alambre en la mano, por fin ha encontrado ' el lugar en que éste ha sido destruido, se entierra en un hoyo y desaparece. Ric-rac._____una granada cae cerca de él, nadie habló una palabra, pero presa de gran emoción seis ojos miran el hoyo en que el cabo ha desaparecido, los segundos se hacen eternos. Todavía hace un momento teníamos lina docena de cañones de grueso calibre que obedecían a nuestros órdenes y ahora estamos condenados a la más completa impotencia. De repente el telefonista a-nuncia con el tono tranquilo de siempre: "La comunicación está restablecida," y yo ordeno enseguida: “¡Fuego rápido, fuego rápido!” Pero, ¿qué sucede? Ya no caen granadas cerca de nosotros. “¡Allá, allá!" me indica el ayudante observador, indicándome las que caen como a doscientos metros tras de nosotros. Inmediatamente ordeno que también nuestros fuegos sean djfigidos a la retaguardia del enemigo. Todavía me ocupo en arreglar los fuegos dirigidos a la retaguardia cuando el telefonista, que nada hasta entonces había hecho salir de su flemática calma, me grita un tanto exaltado: "¡Ya vienen, ya vienen!” Dudo un momento, pues estos fuegos dirigidos a la retaguardia se han hecho últimamente célebres por su eficacia para impedir que las reservas de refuerzo se acerquen a las líneas anteriores en el momento crítico del ataque. Pero no es posible dudarlo. Como obedeciendo la voz de mando saltan de sus fosos algunos hombres que se adelantan, son probablemente oficiales y sus atronadores y estentóreos “hurras” llenan el espacio. En el mismo momento avanzan millares de soldados en extensas líneas, avanzan hacia nuestras trincheras. La sangre se hiela en nuestras venas, están a lo más a ochenta metros de nuestros fosos, ya sólo sesenta metros nos separan de ellos; y, ahora repentinamente, resuena violento chasquido.de ametralladoras y cañones revólver. ¡Gracias a Dios, estamos salvados! Como espigas segadas por la hoz caen los hombres a montones, to-