de nuestra inspiración queda irreparablemente disminuido. ¡ Nadie más que yo aprecia de seguro y venera un camino de hierro, mi Bertrand, y había de serme penoso realizar jornadas de Paris a Burdeos, como Jesús subía del valle de Jericó-a Jerusalén, montado en un burro. Sin embargo, las cosas más útiles son inoportunas y aun escandalosas cuando invaden groseramente lugares que no son congéneres suyos. Nada más necesario en la vida que un restaurant, y todavía nadie, por muy incrédulo e irreverente que sea. desearía que se instalase un restaurant, con su sonar de platos y su vaho de guisos, en Notríy Dame o en la vieja Catedral de Coimbra. Un ferrocarril es obra laudable entre París y Burdeos. Entre Jericó^y Jerusalén basta la yegua ligera que se alquila por dos drac-mas, y la tienda de lona que se planta por la tarde entre los palmares, a orillas del agua clara, donde se duerme tan santamente a la paz radiante de las estrellas de Siria. Y precismente esa tienda, y el grave camello que carga los fardos, y la escolta flameante de beduinos, y los trozos de Desierto por donde se galopa con el alma llena de libertad, y el lirio de Salomón que se coge en las grietas de una ruina sagrada, y los frescos parajes junto a los pozos bíblicos, y las remembranzas del Pasado por la noche, en torno de la hoguera del campamento, son los que constituyen el encanto de la jornada, y atraen al hombre de gusto y que ama las emociones delicadas de Naturaleza, Historia y Arte. Cuando de Jerusalén se marcha a Galilea en un vagón estridente y lleno de polvo, acaso nadie emprende la peregrinación magnífica, a no ser el diestro commis-voyageur que va a vender por los Ba zares indianas de Manchester o paños rojos de Sedán. Y tu negro tren rodará vacío. ¡Qué alegría esta más pura para todos los entendimientos cultos, que no sean accionistas de los “Ferrocarriles de Palestina!...." Pero tranquilízate, ¡Bertrand ingeniero y accionista! Los hombres, aún los que mejor sirven al Ideal, nunc? resisten las tentaciones sensualistas del Progreso, Si por una parte, a la salida de Jaffa, la propia caravana de la reina de Saba, con sus elefantes y asnos salvajes, y estandartes, y liras, y heraldos coronados de anémonas, y todos los fardos abarrotados de pedrerías y bálsamos, infinita en poesía y en leyenda, se le presentase al hombre del siglo XIX para conducirle lentamente a Jerusalén y a Salomón, y al otro lado un tren, silbando, con las portezuelas abiertas-le prometiese la misma jornada, sin solaneras ni ajetreos, a veinte kilómetros por hora, con billete de ida y vuelta, ese hombre, por muy intelectual y muy eruditamente artista que fuese, cogería su sombrerera y se metería deprisa en el vagón donde pudiera quitarse las botas y dormitar boca arriba. Por esto la maligna obra prosperará por la propia virtud de su malignidad. Y dentro de pocos años el occidental “positivista" que de mañana parte de la vieja Jep-po en su vagón de la. clase, y compre en Gaza la Gaceta Liberal del Sinai y coma divertidamente en Ramleh en el “Gran Hotel de los Macabeos,” irá por la noche en Jerusalén, a través de la Via Dolorosa iluminada por la electricidad a beber un bock y a jugar cuatro carambolas en el Casino del Santo Sepulcro. Y esta será tu hazaña, y el fin de la leyenda cristiana ¡Adiós, monstruo!—FRADIQUE. Eca de QUEIROZ