Un Drama La tarde declinaba, cuando un sleigh indio, de patines de cobre, tirado por seis grandes perros, se detuvo ante el albergue de la Stewart River. Jiste. albergue se levantaba solitario en medio de la inmensa llanura de nieve. Los copos caían tan abundantes, que el horizonte hab a desaparecido y los ojos no distinguían más allá de lo que las manos podían tocar. Ya hacia muchos días que descendían así, verticalmente, sin ruido, sin que un soplo de viento viniese a desviarlos en su caída. Los árboles brillaban bajo los reflejos de la luna, y la misma posada no era más que una gran mancha blanca de donde salía por la chimenea un humo ligero. Los perros se pusieron a ladrar cuando los dos hombres, envueltos en pieles, abandonaron el sleigh. —Desata a los perros, Mac Donald, dijo uno de ellos, mientras yo descargo el trineo. • Cuando los animales quedaron libres se pusieron a saltar, haciendo caricias a sus amos, quienes se acercaron a la puerta temblando de frío! Uno de ellos tocó varias veces. —¡Hola! ¿Quién es? Y el patrón del albergüe .entreabrió la puerta. En cuanto notó a los viajeros, agregó: —Entrad, caballeros; y les franqueó la puerta. Un buen fuego ardía en la chimenea, algunas lámparas encendidas alegraban la pieza, y los dos hombres se despojaron de sus abrigos y se sentaron a la mesa, teniendo a la vista su pequeño cofre de madera, ferrado de cobre. El posadero exclamó: —¿Es preciso guardar eso? Los dos amigos se pusieron a reir diciendo: —No, no nos separaremos de eso; es nuestro trabajo de tres años. -—Polvo de oro, sin duda, dijo el patrón. —En efecto, polvo de oro, unos 70,000 dólares. —¡Diablo! ¿Y pasaréis la noche aquí? r4-S"m duda. Venimos de Daw Son y si el tiempo lo permite nos dirigiremos mañana hacia el Sur, a Skagway, en Alaska. —¿Y después? . —Al Canadá, en donde nos esperan nuestras familias. En la mesa vecina, cerca de la chimenea, un hombre acababa de' comer y desde hacia un rato, con la silla inclinada, escuchaba la conversación. Cuando se habló del Canadá, se levantó ligeramente, diciendo: —Perdón, caballeros; yo soy canadense como vosotros, y si no he comprendido mal, deseáis ganar el lago Labarge, y yo también; pero por desgracia me es preciso franquear este desierto de nieve, por pequeñas etapas, a pié. Mi trabajo ha sido infructuoso en los campos de Me. Queslen en donde he pasado dos años de dura labor y de espantosa miseria. Parece imposible, pero salgo del Klondyke a pie. —Es duro, murmuró uno de los viajeros. —Si, es duro, y temo no poder llegar; vosotros podíais tomarme como compañero de viaje, soy vuestro compatriota, y, por otra parte, para atravesar el gran Jukdn, que es poco seguro, más valen tres que dos. Comprendo que mi petición es indiscreta; pero estoy en tal situación de miseria y de aniquilamiento.... yo guiaré a los perros, conozco bien el país y puedo leer sobre la nieve en Klondyke como sobre un libro. Trataré de seros útil, me Hamo Fred Rolf. Los dos amigos se consultaron con la mirada. —¡Entendido! Partiremos mañana a las siete. Al amanecer, los tres hombres abandonaron la posada. Se instalaron en el trineo; los, dos compañeros se sentaron juntos sobre el famoso cofre de polvo de oro. Los perros partieron a toda velocidad, el desconocido los manejaba hábilmente sin golpearlos, con gritos que resonaban en el gran silencio de la llanura helada. El trineo se deslizaba con gran rapidez. —Teneos bien, caballeros, he aquí una vuelta. —¿Estáis seguro del camino? Dijo uno de ellos. —Seguro y cierto, deteneos. Los dos amigos se abrazaron. —Pero me parece que no vamos rectamente sobre el lago.... La voz que hablaba no pudo acabar: dos tiros secos rompieron el silencio de la llanura. Fred acababa de maíar a los dos viajeros. Había sido con tanta rapidez y precisión que casi a un tiempo uno rodaba sobre la nieve y el otro caía sin lanzar ni un grito. Al ruido de las dos detonaciones, los perros asustados saltaron con tal fuerza que se desprendieron del trinco y con los pelos erizados y la mirada chispeante se dirigieron-al asesino aullando de tal manera que aquél retrocedió. Pero pronto se repuso. Allí, entre el frío y la nieve, en un desierto de to millas ¿qué podría temer? - Levantó los hombros y ordenó con voz seca: —¡Basta ya 1 ¡Silencio! Los perros aullaban siempre. Miró a su alrededor; la sangre de las víctimas se coagulaba formando una cinta roja sobre la blancura de la nieve. Reflexionó un instante: —Si los toco, se dijo, voy a manchar mis ropas con su sangre. Entonces envolvió las cabezas de sus víctimas y las ató con las cuerdas del sleigh; en seguida alejó a los perros a latigazos y ya solo se puso a reie. —¡No me engaño! Este es eel lago, avaro y discreto, que guarda lo que se le da y jamás traciona a sus amigos. Con la lanza del trineo hizo un gran agujero en la nieve, arrastró los dos cadáveres hasta él y los dejó caer a la profundidad, cubriéndolos con la nieve. Terminada aquella operación se volvió con alegría hacia el sleigh, que guardaba el ambicionado cofre; pero al hacerlo tuvo que retroceder y un intenso escalofrío de espanto recorrió su cuerpo. Los seis perros, erizados, silenciosos, con los ojos muy abiertos, en cuyo fondo brillaban las pupilas como de fuego, enseñaban sus largos y afilados dientes. Una calma terrible llenaba la llanura; el asesino oía los latidos de su corazón y sentía que su sangre se agolpaba a la cabeza produciéndole zumbido extraño en los oídos. Se repuso un poco y murmuró: —Verdadera#nente seria estúpido retroceder por temor a los perros; y» levantó el látigo. Loe perros gruñeron sordamente, sin moverse. Fred trató de aproximarse al trineo para tomar una arma, pa-