-E L S E M B R A D O R
EL SEMBRADOR
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TRABAJO LEIDO POR SU AUTOR EN LA SESION DEL 8 DE AGOSTO PPDO.
FORMAS DE RESENTIMIENTO
oRescMÍimienfo y fo$
(Continúa del Núm. anterior)
<Iuc l<,nn° c* privilegio de ser eseuehado por hombres eultos, y V_y por tonto comprensivos, me voy a permitir hablar un momento de las iglesias muertas; sí, de las iglesias que nuestros gobiernos y nuestra incurable apatía han matado y de cuyos maravillosos secretos y glorioso pasado ya nadie tiene memoria, a no ser unos cuantos curiosos
y eruditos, «pie las admiran como obras de arte y no como producto del sentimiento acendradamente religioso, a la vez que naturalmente estético, <!<■ nuestro pueblo.
Sin duda que lodos nosotros hemos visto como en sueños, porque no permite otra cosa la ranidez del automóvil que nos lleva a la ciudad de Méjico a nuestros siempre precipitados negocios o diversiones, esas grandes moles que como cadáveres de colosos insepultos se yergen todavía en ixmiquilpan, en Actopan, en Tepozotlán y que parecen “gigantescas conchas enterradas en el desierto, vacías de la vida que las llené) y que ni siquiera llevarían a la oreja qué se inclinara hacia ellas el vago rumor de otro tiempo’".
Pobres iglesias sin vida, de las (pie ha huido para siempre el espíritu, profanadas, escarnecidas, humilladas, convertidas en caballerizas, en bibliotecas o en muscos donde un empicado ignorante y grosero nos enseña cosas marchitas, frías y descoloridas; pero que pasman aún por su belleza y cuyo significado apenas si llegamos a vislumbrar, a penetrar superficialmente porque ignoramos su profundo simbolismo, y cuya contemplación nos deja sin embargo en el alma un inevitable sentimiento de tristeza y amargura.
Porque en esas iglesias se celebró en otro tiempo el sacrificio de la carne y de la sangre de Cristo v fueron centros rebosantes de vida y de animación y tuvieron un profundo y amplio sentido, no
solo religioso, sino estético y social y sus campanas cantaron todos los días durante siglos su himno de alabanza y de gloria que nosotros no sabemos ya escuchar ni interpretar.
Y hemos descendido tan bajo, que no sólo hemos olvidado su grandiosa tradición y sagradas enseñanzas; sino que permitimos—no se destruye verdaderamente lo que no se sustituye—que poco a poco sean reemplazadas nuestras hermosas y magníficas iglesias por otras, insignificantes si las vemos desde el punto de vista meramente estético falsas si las consideramos a la luz de los principios religiosos, y portadoras de discordia y disolución si las examinamos como mejicanos; iglesias a las que no da calor y vida ninguna liturgia; sin un altar, sin una imagen, sin una cruz, sin una campana que invite a la oración y al recogimiento; iglesias a las que ya van muchos mejicanos tocados de su misma frialdad y espíritu sectario y estrecho y en las que ningún sacerdote celebra los sagrados misterios; pero en las que gentes extrañas a nosotros predican una biblia que no es la de nuestros mayores; una biblia deshumanizada o demasiado humana que lodos pueden leer e interpretar a su antojo y que por lo tanto sirve para excusar muchas humanas flaquezas v lleva en sí el germen de la división y nihilismo religiosos.
Quisiera ser un iluminado como John Ruskin, tener su genio para hablar a ustedes de las piedras de nuestro Méjico como él lo hizo de las de Venecia; pero ya que ésto no puede ser, sea el ilustre escritor inglés quien nos diga, refiriéndose a la Reina del Adriático, nuestro destino, ya que nosotros, como los venecianos, hemos pecado también contra el espíritu:
“Allí se encontraban los hombres veni-
(Sigue en la Pág. 8)
precisamente el desplazamiento que se hace de las generaciones viejas por las generaciones nuevas. En esto, naturalmente, está basado el progreso y la cultura.
Pero en los pueblos donde no existe esta dinámica, donde no rige esta ley del desplazamiento, cuando los viejos son en forma exclusiva el soporte de la Nación, esos pueblos decaen, marchan hacia su auto-destrucción. La tragedia por la que pasa Francia actualmente en este período oscuro de su vida, se debe fundamentalmente a esa ausencia de jóvenes que son los que dan la pauta en la historia mundial.
Ahora bien, cuando una generación vieja no se conforma con esta ley que rige las Sociedades humanas, y se ven ellos sustituidos por hombres nuevos recién salidos de las Universidades, los Institutos, y lodo lo que era la estructura de su vida, moda, costumbres, ideario político, etc., se viene abajo por la impetuosa invasión, entonces cuando no se tiene una clara comprensión de la vida, de la vidii que es un adelante y nó un hacia atrás, como un duendecillo se agita en esas generaciones ese resentimiento para lo nuevo, para lo joven, para lo moderno.
Claro está que todo esto tiene una serie de variaciones históricas: porque la misma veneración que goza el viejo en las sociedades cultos, y la misma influencia bienhechora de los hijos en donde los padres se sienten renovados, hace el iminar el peligro del resentimiento, o cuando menos lo reduce a su mínima expresión.
Paradógicamenle, Scheier ha indicado a un tipo humano que, aunque abominable en sí porque vive al margen de las leyes, sin embargo no padece el resentimiento: tal es el tipo del criminal.
Y es que el criminal, cuando comete el crimen, se descarga psicológicamente.
Por el Lie. ALFONSO CAPAZOS
Y esta descarga elimina todo resentimiento. Pero cuando el hombre no es criminal, que es lo común en las gentes, como no existe esa descarga psicológica, su resentimiento aparece bajo la forma de juicios de valor. Tales son. según Scheier los llamados juicios del humanismo, del altruismo y de la moderna filantropía.
Uno de los valores que poseen mayor jerarquía, son aquellos del amor y de la caridad. Estos valores, que son eminentemente éticos, reposan en los viejos ideales cristianos que no son otra cosa sino los axiomas lógicos de una doctrina de salvación: la moral cristiana.
Así el amor, en la concepción del mundo cristiano, encuentra su más diáfana expresión en la sentencia “ama al prójimo como a tí mismo”. Observemos nosotros que estamos aquí en presencia de un alto ideal de la vida. El amor platónico es totalmente distinto del amor cristiano. Todos los pensadores y moralistas antiguos coinciden en creer (pie el amor es una aspiración, una tendencia de lo inferior a lo superior, de lo imperfecto a lo perfecto. De acuerdo con esta idea, la esencia del amor antiguo está elevada a lo absoluto. El Universo se presenta así como una gran cadena de unidades dinámicas espirituales, una cadena en que lo inferior aspira a lo superior, y éste a su vez hacia otro superior mejor, y así hasta llegar a la Divinidad (pie ya no ama, porque ella es en sí un término. Si fuéramos dioses, dice Platón, no amaríamos, pues en el Ser perfectísimo no puede haber ninguna aspiración ni necesidad.
El amor cristiano es la inversa del movimiento amoroso platónico, porque nada impide (pie el sano se incline hacia el enfermo, (pie el rico al pobre, (pie (-1 justo se rebaje hacia el pecador. El ejemplo de Jesús de Galilea, que descendió) hasta el hom-
(Continuará en el Próx. Núm.)
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