27 de Julio, 1924. REVISTA CATOLICA 505 SECCION AMENA - ' LA COSECHA DEL AÑO I —Pero dime, Narciso: ¿es que tú no prensas estudiar durante este curso?—dijo María a su novio. Asomada al balcón del cuarto entresuelo, en que ella habitaba con su madre, habíase puesto en animada plática con el estudiante, su enamorado, que la miraba silencioso, extático, ante a-quella adorable niña, que era una rosa lozana; su cara, una lindeza; su cabecita, un joyel de enrizados cabellos de oro. Sus ojos azules, su risita jovial, dando aquéllos y ésta, entre alegres y burlones, infantil expresión de fingido enojo, mantenían en dulce embeleso al estudiante. —No te hagas el tonto. Contéstame: ¿no temes recibir este año unas calabazas muy gordas? ¿Es que no quieres estudiar? —¿Por qué me lo preguntas?—replicó el estudiante—. ¿Qué hago yo ahora y siempre? Por la mañana, por la tarde, a todas horas, aquí estoy para verte, para hablar contigo; no puedes pedirme mayor aplicación. —Hombre, tiene gracia. ¡Ay, hijo mío!, se te puede querer sólo por lo fresco y lo muy sinvergüenza que eres. ¿Y los libros, las ciencias, y luego los exámenes? Buena cosecha de calabazas vas a recoger este año en la Universidad y aquí. —María Luisa, aquí vengo a estudiar en ti, que eres el más instructivo libro. En ti están racimadas todas las sabidurías, cosa que tú ignoras. ¿Qué son tus ojos, sino resplandecientes astros de primera magnitud? ¿Qué es tu cabellera, sino oro purísimo? Tus labios, corales¿ rosas, a-zucenas y claveles, tus mejillas; tu frente, un terso plano; bien trazados arcos tus cejas; óvalo perfecto, tu rostro; perlas, tus dientes; elocuencia, tu palabra; armonía deliciosa, tu voz. Ya lo ves cuánto se aprende en ti: Astronomía, Botánica, Matemáticas, Gramática, Música y hasta Teología. ¿Qué mayor prueba de la existencia de Dios y de la inmensa gratitud que a El se le debe que esto de ver juntadas tantas hermosuras, que El solo, con su omnipotencia, pudo reunir en una criatura como tú? Oía la niña placenteramente aquella lisonjera e hiperbólica palabrería de su galán. El rubor se la veía -en el rostro, como a través de las traslucientes blancas nubes la sonrosada fulguración de la aurora. Entornó los ojos como prendida el alma a un ensueño de amor. —No me escuchas, María; ¿te duermes? Volvió ella en sí y le dijo: —Sí, sí, te escucho; pero no debo escucharte. Vengamos a lo práctico: aun no hace cinco meses que nos conocemos; tú estás deseando que te den entrada en mi casa; aquí, donde somos mi madre, yo y una criada. Ya lo ves, mujeres solas; mi padre está ausente, ¡y Dios sabe por cuánto tiempo lo estará!, y el decoro hace de nuestra casa una recia fortaleza. Estudia y romperás el encan to. Enciérrate en tu cuarto. No vengas por aquí sino de paso y una sola vez al día, hasta que hayas saltado la barrera de los exámenes. Por supuesto, saliendo victorioso del trance. Y así fué que Narciso se hizo un héroe; encerróse a estudiar. Pasaba luego las noches en claro y sobre los libros, padeciendo esa calenturienta aplicación por la que los estudiantes llaman empollar las asignaturas. Cierto día, al ir, según lo convenido, a pasear la calle de la niña, ésta no se asomó al balcón, y sorprendióse el mozo al saber que María no se hallaba en casa; había salido con la criada, y esta novedad s*e repitió tres o cuatro veces durante algunos días, hasta que el muchacho, por la recelosa inquietud que esto le produjo, y no pudien-do ni atreviéndose a pedir explicaciones a María Luisa de tan misteriosa conducta, se decidió, ¡oh vileza de los celos!, a seguir cautelosamente a su novia cuando la viera salir de su casa. La vió salir acompañada de una mozuela, su criada; ambas caminaban apresuradamente, y como si una gran prisa las obligara a acelerar el paso. Larga fué la caminata, desde un barrio céntrico hasta uno de los extremos de la población, y más que con asombro, con espanto, vió que María Luisa, aquella recatada niña, aquella delicada señorita, entraba en un café solitario, atravesaba la sala grande, y dejando a la mozuela a cierta distancia, acercábase a una de las mesas del fondo, donde la estaba sin duda, aguardando un señor cincuentón que la recibió afectuosamente y junto al cual tomó ella asiento, emprendiendo una muy a-nimosa plática. Aquel hombre era aborrecible- por su aspecto de hombre mundano, envejecido y vulgar; la ca-raza ancha, barbuda, las cejas espesas, los ojos redondos, salientes y de codiciosa avidez, panzudo--- antipático; formidable y enrojecida nariz la de aquel mascarón. Un sudor frío humedecía la frente y las sienes de Narciso. Aterrábanle las horribles y burdas sospechas que hervían en su cerebro y el odio vengativo que ya le inflamaba el corazón. Perdió por un instante la conciencia de sí mismo; se turbó hasta que vió pasar delante de él a María Luisa y a su criada. Precipitadamente salían del ca-fetucho. Vacilando, llegóse a ella Narciso, y, trémulo de rabia, con enronquecida voz, con voz airada y ojos encendidos en todo el odio de un á-nimo celoso, la dijo: —¿Quién es ese hombre? —Cómo: ¿me has venido persiguiendo? ¡Qué bajeza! Se echó a llorar, y añadió con indignación: —¡Vete! Has dudado de mí. —Por Dios, dime: ¿quién es ese hombre?____ex- clamó con acento de súplica, avergonzado, sintiendo el sonrojo de una duda impertinente. Quedóse Narciso como transformado en estatua de piedra, que luego la agudización del dolor