Los Soldados juran sostener sus banderas hasta la muerte. vibraciones del bronce. “¡Ah! si_____ Noel_____La misa de media noche.” Y son en efecto, las campanas de todas las iglesias de París, que celebran el nacimiento de Jesús; las campanas que Bonaparte no ha mucho ha restablecido en las torres y campanarios cuando como cónsul pacificador. reconciliaba en Francia tantos hermanos enemigos. Qué de veces han sonado en los gloriosos Te Deums, elevados en su honor; y cómo repicaron a todo vuelo apenas hace algunos meses el dia del nacimiento del Rey de Roma, fecha memorable en que el cielo, concediendo un hijo al héroe, parecía estar de acuerdo con él, reconociendo la legitimidad de su obra, y prometiéndole su duración. Sin embargo, en esta noche fria y clara, suenan lo mismo de alegres, asi de triunfantes como sonaron para Austerlitz y para Wagram. Si, suenan lo mismo para el humilde niño, para el hijo del carpintero nacido sobre la paja de un establo, hace ya tanto tiempo, mientras que infinidad de voces misteriosas clama ban en los espacios del firmamento estrellado: “Gloria a Dios, y paz en la tierra!” El Emperador escucha las campanas de Navidad y sueña—sueña en su infancia obscura y humilde, en la misa de media noche de su tío el archidiácono de la catedral de Ajaccio y el regreso de la numerosa familia al viejo hogar, testigo de tanta pobreza tan dignamente sufrida, y en la belleza de matrona de su madre presidiendo la frugal cena en la que se comían castañas. Su hijo, su hijo de él, del victorioso emperador y de la archiduquesa de Austria, tío conocerá estas miserias, será dueño del mundo. Afuera, en la noche helada, las campanas siguen repicando. En la puerta de las Tullerías, el veterano con bonete de pelo que marcha furioso a grandes pasos delante de su guardia para calentarse los piés, quizá se recuerda en estos momentos de una oración, o de algún cántico que aprendió allá en su aldea, mientras la madre lo tenía sobre de sus rodillas, y sonríe con ternura bajo su rudo bigote' al evocar al Niño Jesús en su santo Pesebre. El Emperador no piensa más que en su hijo, y siente de pronto un irresistible deseo de verle. Se levanta, golpea las manos, e inmediatamente se abre una puerta disimulada entre la tapicería, y Rous-tan se presenta. A una señal del amo toma uno de los candelabros; y el limperador alumbrado por su fiel mameluko atraviesa los corredores desiertos y va derecho al apartamento del pequeño rey. Penetra, despidiendo con un gesto a la nodriza y damas que se despiertan con sobresalto. y se queda de pie delante de la cuna del prodigioso recién nacido. El Rey de Roma duerme profundamente. Por encima de la blancura de sábanas y encajes, atraviesa el gran cordón de la Legión de Honor, y hundida en el almohadón reposa la encantadora cabecita, mientras una mano chiquita adorable des' cansa encima de las ropas; y sobre este candor, sobre esta pureza, sobre esta inocencia, el cordón de seda escarlata pasa como un arroyo de sangre, como la corriente de