Nuestros Intelectuales Don Ricardo García Granados. Su Vida, sus obras y sus luchas. —Pero dice "usted que aquel caballero es don Ricardo Garcia Granados? —Si, señor. El mismo. —Parece imposible! Pero era él. Los mismos pasos, los mismos modales, los mismos-------- Nada! Que no había duda. Que era él. Y le seguimos. Iba el hondlre inconocible.' Un traje negro y polvoso le servia de vestido: un sombrero de alas anchas y caídas le cubría la cabeza, y unas barbas tupidas, más descuidadas que lacias, le sombreaban la cara, dándole todo un aspecto imponente. —Pero este es Garcia Granados, el historiador?, preguntamos. —Si, señor. El historiador, el político el científico y el diplomático. Ah! y el protagonista, también, de una tragedia horrible, de un drama bárbaro y salvaje como no lo imaginaron nunca los caníbales. Ese es el señor García Granados. Llegamos junto con él a su casa, y con exquisita amabilidad nos invitó a que entráramSs. —Passn ustedes, nos dijo, y perdonen esta revolución. Soy emigrado, y como me encuentro de paso en esta ciudad, no he tenido ni tiempo, ni manera de establecerme. —Emigrado ha dicho usted? —Si. señor. Emigrado. Y sin esperanzas de volver. Pero no crea usted que es la primera ocasión en que me hallo en estas tierras. El primer destierro lo pasé por culpa de don Porfirio, y el segundo, ya lo está usted viendo, por culpa de Carranza. Hace veintidós años atravesaba la misma situación. Pero entonces había un motivo, una causa fundamental: había atacado al general Díaz, y sabido es que el general Díaz con todo transigia. menos con los ataques a su administración y a su política. —Error capital. —Error o mala fe. El caso era ese. Con mi hermano Alberto, -que en paz descanse.- fundé un periódico en México. “La República” si mal no recuerdo. Allí estábamos don Justo Benitez, asústese usted, ¡don Justo Benitez!, don Protasio Tagle, don José Luis Requena, don Federico Gar cía y Alva, Antonio Rivera G, mi hermano Alberto y yo. Y por si le parece a usted poco, el general Escobe-do, que era accionista del periódico y Presidente de un club reeleccionis-ta. Opine usted. —Un contrasentido. —Ni más ni menos. Pues por esa publicación fui desterrado. Mi hermano Alberto fué a la cárcel: Rivera G. sufrió diez meses de prisión; García y Alva estuvo ocho meses en la penitenciaria. Y murió "La República’'- Siquiera en aquella época, con matar los periódicos estaba uno a salvo de la persecución, y libre del peligro de perder la vida. Regresé al poco tiempo. Y tanto yo, como mi hermano, resolvimos no meternos más en politica. —Naturalmente! —Fundamos la Academia de Ciencias Sociales, y me dediqué a mis tra-baios de historia. Por cierto que, en 1904. abrió el gobierno un concurso científico para premiar el mejor estu-d:o histórico-sociológico sobre la Constitución de 57 y dé'-las Leyes de Reforma. Y me tocó en suerte llevarme el primer premio. Un diploma y tres mil pesos en billetes fueron el pago de mi trabajo. —Y quiénes contcndian en el certamen? —No lo supimos a ciencia cierta. Porfirio Parra obtuvo un accésit y Andrés Molina Enriquez, otro. Y no supimos más. Fueron sinodales el Tac. Julio Zarate, el Lie. don Miguel Macedo y el Dr. don Manuel Flores. —Casi nada! —Qué tiempos, señor, qué tiempos aquellos! Después, en la Academia de Ciencias Sociales se trató de mandar un delegado al Congreso Pan— americano de Río Janeiro, en 1906. Y fui agraciado con el nombramiento. Joaquín Casasús se negó a hacerlo; Olegario Molina estaba también imposibilitado. Y fui yo. Recuerdo que, tan pronto como Jenaro Raigosa me dió tan grata notScia, llegué a mi casa y le dije a mi señora,—bendita señora mia!— —Arréglame las petacas, mujer. Me marcho al Brasil. Mi señora se echó de espaldas. No podía pasar, como verídica, aquella noticia. —Pero estás loco, Ricardo? —Lo que oyes. Me voy al Brasil. Soy delegado de la Academia de Ciencias Sociales en el Congreso Pan-americano de Río Janeiro. Y no hay remedio. Sali; cumplí mi misión; me trataron a cuerpo de rey; regresé; di cuenta de mi Cometido. Y en pago a mis servicios, me nombraron Representante de México en los países centroamericanos. Residí en San Salvador. —Y cuándo dejó usted la carrera diplomática? —A la caida del General Diaz. Volví a mi tierra durante "el régimen maderista a dedicarme a mis trabajos de historia. Fué entonces cuando la Casa Ballescá se fijó en mi para hacer el sexto tomo del “México a través de los siglos.” Labor en que me he venido ocupando hasta la fecha, sin mezclarme en politica, sin tomar ingerencia en los asuntos públicos y sin participar, en lo absoluto, de las cosas del gobierno. Pero ¡qué quiere usted! Vino la revolución; se verificó la tragedia que todos conocen y tuve que salir del país. Sin un papel. sin un alfiler que me pudiera comprometer ante los revolucionarios. Hice un viaje penosísimo. Salí de México, disfrazado de lechero; a lomo de burro la emprendí hasta Zum-pango, y allí hice vida común con los labriegos, cuidando de hacérmeles agradable. Con el poco dinero que pude guardarme en los bolsillos, compré mi pasaje hasta Laredo; tomé el primer tren, y de mi asiento no me moví sino hasta pisar tierra americana. Hasta entonces respiré tranquilo. —Son muchas las molestias que se sufren en el camino? —Mire usted. Los revolucionarios no se meten con uno para nada. Y . no por falta de. voluntad, sino porque es imposible abrirse paso en aquellos grupos apiñados. Pero lo que es higiene, comodidad y ,'reposo-— no hay que pedirlo por ahora. Por precaución yo no me traje ni un papel. Y la introducción de la Historia de México, que fué lo único que vino conmigo, traía, como recurso salva