Pero al pasar su pequenoz, depura la vida; y de tu carne, ayer morena, hace hoy, por fin, escultural blancura. Mas no se alza tu imagen tan serena, ni tan radiante está de lo que entonces fue en medio a la tenaz lucha terrena. La puerta del no ser giró en sus gonces y entraste tú, llevando hasta la muerte el color y la fuerza de los bronces. Y así. Señor, quisiste engrandecerte, y penetrar severo en el combate; y así morir en él, tranquilo y fuerte. ¡Late, soberbio mármol, late, late, cual si tuvieses corazón; te lleva el pueblo en su alma como a dios pénate; y tu memoria, en cada hogar, renueva la gran veneración por el que pudo surgir del negro fondo de la gleba! Por el que fue una voz del triste y mudo genio del conquistado que aun se asombra con la feral visión del férreo escudo. Y por aquel que el indio llama y nombra, cuando quiere mirar, como Tobías, a un ángel blanco en medio de la sombra. Tramontaron los soles de tus días penosos, y el Derecho, tu bandera, ampara nuestras dulces alegrías. El azul de tu cielo reverbera con flamante esplendor, con el anhelo de dar al aire luz de primavera, oro y diafanidad para que el vuelo de las almas, se bañe en la infinita claridad misteriosa de tu cielo. Todo florece en paz—la paz bendita; la paloma del arca que atraviesa la nube, y la esperanza resucita—. Brilla tu monumento en la turquesa del fulgor matinal, y hasta el ramaje parece que se inclina y que te besa. En tí reposarán de su viaje azul, las golondrinas bulliciosas, sacudiéndose el polvo del plumaje. Hasta tí llegarán las mariposas y te enviarán perfumes en el viento los rojos incensarios de las rosas. Vela en la majestad del monumento gran héroe de la ley, como en la vida: recogido en tu noble pensamiento. Del bloque mismo en el que fue esculpida tu imagen, evocaron los cinceles el simbólico grupo que te cuida. Y en la blanca materia tus laureles se vuelven perdurables, y así miras que la Patria y la Gloria te son fieles. No provocas temor ni odios inspiras: pero quedó sobre tu ceño adusto, el resplandor de las sagradas iras. s' i Salvaste a la República en tu augusto deber. Señor, estás aquí por eso, y porque fuiste grande y fuiste justo. i En tus hombros de Atlante cayó el peso del porvenir; tuviste la energía de conducir un mundo hacia el progreso a través del dolor y la agonía. —La Patria, el recordar tus heroísmos, se estremece de orgullo todavía. Porque entre sus terribles cataclismos y sus faustos gloriosos, señor, eres como una luz que alumbra los abismos.— Ni el odio temas, ni el olvido esperes; no es efímera y vana tu grandeza. ¿Vive la Libertad? Pues tú no mueres. La apoteosis inmortal empieza; . la de tu raza en tí, la que parece una gran sombra en una gran tristeza. La que fosca y callada, languidece y en su informe quimera primitiva, no sé qué sueños pavorosos mece. Padre, es preciso que tu raza viva; ella fue heroica como tú; es preciso que recobre la fe tu raza altiva. Padre, desde tu cabaña, de improviso, salió firme, tenaz, clarividente, como con un fulgor de paraíso, tu alma indígena.... Entonces, en Oriente hubo aurora, y el sol de tus montañas con dardo de oro se clavó en tu frente. Y fuiste conductor del pueblo;—¡extrañas vidas, las que esperáis a que el sol hiera con su dardo la luz de vuestras cabañas, •