tature, vigor, haxafias o conquistas en el deporte, etc. Pero, ¡qué distinto es cuando miramos hacia el lado moral y espiritual! Muchos padres se preocupan más porque sus hijos e hijas obtengan los premios codiciados de este mundo, en lugar de que sus hijos sigan a Cristo y ganen la vida eterna. No es de sorprenderse, desde que ellos mismos demuestran poca preocupación por su propio bienestar espiritual. Viven para sí, y aman más las cosas de este mundo, antes que procurar las cosas eternas que son imperecederas. Puede ser que ellos envíen a sus hijos a la escuela dominical o a sus clases de estudio bíblico, pero, bien pronto éstos siguen en las pisadas de sus padres, y Dios tiene poca o ninguna influencia en sus vidas. Un artesano que sólo vivía para sí, dijo al que escribe: “Yo mando a mi hija a la escuela dominical, y cuando ella sea de edad, podrá elegir ella misma cómo y dónde pasar los domingos", a lo que le respondí: "No hay duda acerca de lo que ella hará, considerando que ella está continuamente bajo la influencia suya en el hogar, mientras que su maestra de la escuela dominical sólo la tiene por una hora escasa una vez a la semana." Se le recordó el dicho de: "Las palabras mueren, el ejemplo arrastra", y que el carácter de un niño se construye principalmente por las palabras, conducta y carácter de los padres en el hogar. La observación y la experiencia nos enseñan la verdad de las palabras del profeta: "Como la madre, tal su hija" (Eze-qulel 16:44). Es porque los padres son mundanos, indiferentes o dejados, que existe una alarmante indiferencia por parte de los niños hacia las cosas espirituales. La labor de los maestros cristianos tiende a ser cada día más dificultosa y desanimadora. como consecuencia de la tremenda indiferencia de los padres hacia las cosas espirituales y eternas. No hay esperanzas para los niños ni para el país, mientras que Cristo no ocupe su legitimo y justo lugar en cada hogar. Multitudes están recogiendo hoy las consecuencias por su dejadez de su propio bienestar moral y espiritual. Sus hijos, cuyo bienestar material procuran promover con tanto afán, lastimosamente se descarrían y causan a sus padres mucha pena y remordimiento. Cuando sus hijos malogran sus vidas y llegan hasta a ser desdichados, cargan sobre ellos la culpa y los acusan de ingratos y de haber mancillado el nombre de la familia. ¿Es que los padres omiten ver en casos como éstos, su propia y personal responsabilidad y culpabilidad? Omiten reconocer cuán diferentes hubieran sido sus hijos si tan sólo ellos hubiesen sido constantes y leales seguidores del Señor Jesús. Sembraron en los tiernos corazones de sus hijos la semilla de la ambición mundana, de los placeres mundanales y la profanación del día domingo, condenándolos así a segar una mies dura y amarga. Los padres o tutores no pueden excusarse de su responsabilidad por la falta de instrucción cristiana y del ejemplo en el hogar; eUos no podrán eludir su responsabilidad, haciéndola recaer sobre la iglesia o la escuela dominical, si ellos mismos han sido indiferentes. Ellos serán llamados a dar cuenta del modo como cuidaron e instruyeron los hijos que Dios les dio en custodia, y grande habrá de ser su sentido de culpabilidad a medida que ellos comprendan su fracaso del pasado, por no haber educado a sus hijos rectamente en el temor de Dios. Un hermoso modelo de la vida hogareña escocesa de una pasada generación, fue la honda preocupación de los padres hacia el bienestar moral y espiritual de sus hijos. Al tiempo que ellos se ocupaban de su bienestar material y hacían los mayores sacrificios para proporcionarles una educación universitaria, prestaban aun mayor atención a su progreso espiritual. Este rasgo está hermosamente ilustrado en la autobiografía del doctor John O. Paton. Relata que, al emprender una marcha a pie de unas cuarenta millas para llegar a Glasgow, a donde se dirigía con el objeto de poder mejorar allí su educación, fue acompañado una parte del camino por su padre. "Durante las últimas millas" —nos dice—, “caminamos en un casi inquebrantable silencio. Los labios de mi padre movíanse continuamente en silenciosa oración por mí. Al llegar al lugar convenido para despedirnos, nos detuvimos. El tomó mi mano fuertemente en las suyas por un minuto en silencio, y luego solemne y afectuosamente dijo: ‘¡Dios te bendiga, hijo mío! El Dios de tu padre te dé prosperidad y te guarde de todo mal'. Impotente para decir más, sus labios continuaron musitando una plegaria. En medio de lágrimas nos abrazamos y nos despedimos. Con atención lo seguí a través de lágrimas en-ceguecedoras hasta que su silueta desapareció en la distancia; luego, siguiendo de prisa mi camino, me hice esta promesa: ‘con la ayuda de Dios vivir y obrar de manera tal, que nunca llegara a agraviar o deshonrar a un padre y a una madre como aquellos que él me había dado’. De no haber sido por esos padres consagrados, era dudoso que hubiera existido alguna vez el misionero doctor John G. (Pasa a la página 13) IL HOGAR CRISTIANO 9