174 REVISTA EVANGELICA Marzo seguirlo también de balde, ahora mismo. No tiene Ud. más que pedirlo. —¡Es posible! ¿Puede entrarse a la Sociedad de nuestro Señor Jesu-Cristo al momento y sin pagar? ¡Oh, cuánto me agradaría hacerlo! Pero, digame Ud., ¿qué debo hacer para ser recibido? Para contestar al buen anciano, le expliqué el evangelio en toda su sencillez. Le patenticé la suficiencia del sacrificio de nuestro Salvador, ofrecido voluntariamente en la cruz para redimirnos, sin más condición que la de nuestra creencia en El. Le refer i la historia de la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto, diciéndole que una sola mirada a ella, era bastante para sanar de las mordeduras de las serpientes. Le lei el tercer capitulo de San Juan, versículos 14-18. “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, asi es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado: para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo, para que condene al mundo; mas para que el mundo sea salvo por él. El que en El cree, no es condenado; mas el que no cree, ya es condenado”. — Es nuestro Señor Jesu Cristo mismo, agregué, quien le declara a Ud. que quien quiera que tenga fe, por sólo eso está ya salvo, y pertenece ahora y siempre al Señor. Pues bien, a una persona asi, la considero como miembro de esa Sociedad. Mientras yo hablaba, la fisonomía del anciano expresaba ya curiosidad, ya espanto o admiración. En seguida, se le llenaron los ojos de lágrimas, y con sus manos me tomó las mías. Por algún tiempo tuvo embargada la voz; pero cuando pudo hablar, exclamó: ¡Oh gracias, gracias, esto es lo que yo necesitaba! Le dije que miles y miles de pobres pecadores, al creer en las buenas nuevas, habían recibido, además del perdón de sus pecados. alegría y tranquilidad; y le enseñé en mi Biblia otras varias promesas que confirmaban lo que le acababa de manifestar. El anciano absorbió mis palabras, como una tierra seca absorbe la lluvia que sobre ella cae. Por un milagro de la gracia, esta alma piadosa, pero supersticiosa e ignorante, recibió sin tardanza las buenas nuevas de salvación. Yo no puedo entender esto; el secreto está con Dios; pero sí me consta que después de un momento de silenciosa meditación, el buen anciano, sonriendo, a pesar de sus lágrimas, me dijo: ¡Cuán consolador es esto! Si, es sin duda, la verdad. Yo también creo en el Señor Jesús. Yo también soy un miembro de su Sociedad. —Oremos, le dije. —Si, oremos, contestó. Buscamos un lugar quieto y retirado en donde nadie pudiera vernos o molestarnos. Yo, rico, según el mundo, al lado del mendigo andrajoso, sentí, como jamás hasta entonces, la cercana