REVISTA MEXICANA Semanario Ilustrado Entered ee eecond ch»» matter, October 25, 1915 at the Post Office of San Antonio, Texas, under the Act of March 3, 1879 Afio II. San Antonio, Texas, 27 de Febrero de 1916. Número 25. La Capital de la República Don Venustiano Carrañas ha decidido cambiar la capital de la República a la ciudad de Querétaro porque la vieja metrópoli de los Emperadores aztecas le parece demasiado hostil a loa ideales de la Revolución. Pudo haber escogido alguna otra población histórica, como Dolores Hidalgo, que recuerda perennemente el grito de nuestra independencia; pero prefirió Querétaro, que evoca la ejecución del Archiduque Maximiliano. Los caudillos del preconstitucionalismo son así: necesitan tener ante sus ojos la visión o el recuerdo de un patíbulo. Si por capital de un país se entiende la ciudad en donde radica su gobierno político y militar, no hay nada más sencillo que realizar un cambio; pero si se acepta una significación más amplia, y se llama capital al centro de donde emerge el gobierno científico y artístico, económico y social, Querétaro ño es ni podrá ser en muchos años la capital de nuestro país. Precisaría trasladar a esta bella e histórica ciudad, no la figura sen;l de Don Venustiano, que nada tiene que ver con el gobierno auténtico de México, sino la leyenda y tradiciones populares, la decoración magnífica del valle, con sus volcanes y sus lagos, el misterio recóndito de sus templos, la opulencia señorial de sus casas solariegas, las tumbas de los heroes, todo eso en fin que hace de la antigua Tenoxtitlán, el centro más atractivo de la Nación. México no es la capital de nuestra Patria porque el General Don Porfirio Díaz haya tenido el antojo de vivir en el Palacio de Chapultepec por un tercio de centuria, sino porque ha sido la ciudad escogida por la Historia para esconder dentro de su maravillosa muralla de volcanes las más nobles hazañas y las más fantást'cas leyenda). En el delicioso valle que ee extiende a la falda exhuberante de la serranía del Ajusco, se escucharon los cantos meláncólicos de Netzahualcóyotl y las imprecaciones guerreras de Motecuhzo-ma Ilhuicamina; en las crestas nevadas del Popocatepetl, dejaron su vencedora huella los audaces conquistadores, que fueron hasta el cráter de fuego, para extraer los componentes de la pólvora, que necesitaban para continuar la lucha. Tierra santa en donde cayeron las lágrimas de Cortés y los pedazos carbonizados de las plantas de Cuauhtemoc, donde se revolcó ensangrentado, el cuerpo moribundo de Morelos y donde duermen su sueño eterno el Padre de la Patria y el Campeón de la Reforma. En derredor de las reliquias venerables, santificadas por los recuerdos, se han agrupado desde tiempos remotísimos los hombres de más elevada inteligencia y más serena voluntad, para formar el núcleo que congrega y unifica los elementos antagónicos y distantes, hasta conseguir a través de los siglos, una homogénea e indestructible nacionalidad. Y México resulta en nuestra Patria lo mismo que Atenas en Grecia, Roma en Italia y París en Francia: la ciudad indiscutible que gobierna con sus ideas a todo el país. Hacia ella convergen los mejores elementos de provincia, en ella se perfeccionan, y por ella sus oóras adquieren resonancia nacionaL Se explica perfectamente que Federico Mistral haya tejido su encantadora poesía en la romántica Provenza; pero las tragedias de Racine y las comedias de Moliere, las novelas de Balzac y los poemas de Víctor Hugo requirieron el crisol soberano de París. Lo mismo pasa en nuestro México: las capitales de Estado, y hasta las más pequeñas aldeas, producen poetas inspirados y pensadores profundos: Manuei José Othón y Rafael Delgado son magníficos ejemplos; pero el pensamiento nacional en su esencia, en su expresión máxima, en su virtud unificadora y potente, es fruto de la ciudad de Jos virreyes. Allí se imprimió el primer libro del Nuevo Mundo, allí, se fundó el primer periódico, allí también se levanUron los muros de la primera Universidad. Allí finalmente tuvieron svs mejores fulguraciones los cerebros de Sor Juana Inés de la Cruz, Juan Ruiz de Alarcón, Joaquín Fernández de Lizardi, Servando Teresa de Mier, Andrés Quintana Roo, Lucas Alemán, José Joaquín Pesado, José Femando Ramírez, Manuel Orozco y Berra, Melchor Ocampo, Ignacio Ramírez, Miguel y Sebastián Lerdo de Tejada, Joaquín García Icazbalceta, Guillermo Prieto, Gab.no Barreda, Ignacio Manuel Altamirano, Jacinto Pallares, Manuel Acuña, Justo Sierra, Manuel Gutiérrez Nájera y tantos otros que han contribuido a la formación del cerebro nacional. Casi todos nacieron en provinc a, pero fueron a México, como a una nueva Eleusis, para ver y sentir la verdad. Bien puede Don Venustiano Carranza firmar los decretos que guste en la capilla expiatoria del Cerro de las Campanas; pero mientras el Calendario Azteca evoque las civilizaciones precortesianas y la estatua de Carlos IV y el Palacio de Minería, recuerden los esplendores del régimen colonial; mientras las esquilas de Catedral entonen el ángelus, con los mismos repiques que saludaron al Ejército Triga-rante; mientras la calle del Indio I riste siga evocando los lamentos de una raza dolorida; mientras la cumbre del Te-peyac pregone los milagros de la Virgen india y los sabinos centenarios de Chapultepec cuenten la epopeya de los aguiluchos del cuarenta y siete; mientras los volcanes nos hablen del paso de Cortés, y el valle entero cante la épica defensa de Cuauhtemoc, México seguirá siendo el corazón de nuestra Patria. Más aún: será la Patria misma, sintetizada en una ciudad opulenta y bella. El nacimiento de México es origen de nuestra raza y gé-