Navidad Imperial Evocaciones de 1811. Es la velada de Navidad del año de 1811. y Napoleón, en su gabinete del palacio de las Tullerías, trabaja solo desde las diez de la noche. En la vasta pieza reina casi la obscuridad. Vagamente entre la sombra, aquí y allá, relucen algunos objetos dorados, marcos de cuadros invisibles, cabezas de tigre que rematan los brazos de un sillón, o la pesada borla de una cortina. Las bujías de cera bajo sus veladores de plata de dos- candelabros, no alumbran sino la ancha mesa cargada de atlas y gruesos registros encuadernados en ma-rroquí verde y sellados con la N y la corona. Hace más de dos horas que el Emperador trabaja, y que sobre sus cartas geográficas y sobre los estados' de situación de sus ejércitos, inclina, atravesada de un mechón negro, su formidable frente, llena de pensamientos, pesada como el mundo del que medita la conquista» El atlas abierto, presenta una carta de Asia, y la mano del Emperador. nerviosa, femenina, encantadora,—busca lentamente con el índice rila. al*á, a través de la Persia, un camino hacia el Indostán. , ¡f*í, las Indias, por tierra! ¿Por q:é no? Presto que su marina ha s.do vencida y destruida, el conquistador no tiene camino que tomar, sino bajo las palmas de los bosques fabulosos, seguido de sus águilas cuyo oro chispea entre el acero de las bayonetas; herir directamente en el corazón a la Inglaterra, es decir, en su imperio colonial, en su tesoro! Tiene ya la grandeza de César y de Carlomagno, quiere aún más, quiere la de Alejandro. Y sencillamente forja este sueño. Conoce ya el oriente; tras él ha quedado una leyenda inmortal. El Nilo vio un día. sobre un dromedario, un débil general de cabellos largos. A los bordes del Ganges, para el pesado emperador de levita gris será necesario el elefante de Portis. Sabe ya cómo se arrastra a los pueblos y cómo se les fanatiza. Mandará allá a los soldados de tez bronceada y turbantes de blancas muselinas; verá mezclados entre su estado mayor a^ los rajahs cuajados de pedrería; y preguntará su destino a los monstruosos ídolos que levantan sus diez trazos sobre sus mitras de diamantes puesto que ha poco en Egipto, la esfinge de granito de la cara aplastada, delante de la cual soñó con sus manos apoyadas sobre el sable curvo, no quiso revelar su secreto. ¡Emperador de Europa! ¡Sultán de Asia! Serán los dos únicos títulos grabados en su mausoleo. Un obstáculo: ¡la inmensa Rusia! Mas si no ha podido fijar la flotan te am’stad de Alejandro, ¡él la vencerá! - Y la pequeña mano del emperador hojea con avidez los gruesos volúmenes verdes, las listas que le dicen lós efectivos del enorme ejército que se amontona en dirección del Niemen. (Sí, vencerá al autócrata del Norte y lo arrastrará, tzar vasallo, seguido de sus hordas salvajes a la conquesta del Oriente. ¡Emperador de Europa! ¡Sultán de Asia! La obra no supera ni a su deseo, ni a su genio. Y una vez formado su^ prodigioso imperio, no lo aventurará a ser compartido un día entre sus tenientes como el Ma-cedoniano. XXX Desde el veinte de marzo. Napoleón tiene un hijo, un heredero le su gloria y su poder; y en los l ibios del emperador se dibuja una inefable sonrisa, al pensar en el niño que duerme tan cerca de él, en el palacio silencioso. De pronto levanta la cabeza con un movimhento de sorpresa. Hasta el gabinete tan cerrado, y cuyos espesos cortinajes apagan todo ruido, llega un extraño y profundo murmullo. Parece que las gruesas abejas de oro bordadas sobre la seda de los tapices se ponen todas a zumbar. El Emperador escucha más atentamente. cuando distingue las sonoras