LA POSESA. 4 ' .fl D. Gonzalo.—¡Doña Luisa! Doña Luisa.—Ya me había robado el corazón y ahora venia a robarme mi hijo, que es como nuestro segundo corazón, como un corazón grande y crecido que se nos sale del pecho y qce va por el mundo derramando amor y haciéndonos sufrir con sus sufrimientos. Don Gonzalo.—Doña Luisa! Doña Luisa.—Quería robarme ahora mi gran corazón, y vino hasta mi en la noche, anunciándose con el ruido de su espuelas de oro, dominador, fuerte en su orgullo que jamás tropezó con obstáculo. Mi pecho se sen-lia oprimido cuando "él” no llegaba hasta mi; pero cuando apartó los cortinajes del lecho y quedó en la clari. dad de la lámpara que ahuyenta las visiones nocturnas, entonces sentí que el sutil perfume de azahar que ha recogido sin duda alguna en los lechos de las vírgenes que sacrifica en sus ansias de amor día tras día, me iba a perder. Y este pensamiento me dio fuerza, que pude sacar la daga y clavársela en el pecho--El arma ca- -FRAGMENTO.- yó a sus p es y "él" sonrió___son- rió, pero se fué, dejándome a mi. hijo mirándome en los ojos fijamente. ¡Y dejó la estancia saturada de su perfume de azahar, de su perfume de virgen! •D. Gonzalo.—Doña Luisa, os hacéis daño con vuestras palabras. D. Luisa.—No. Don Gonzalo. Bálsamo-son que caen como un consuelo sobre mi pecho lacerado y ya sin corazón. Escuchad. Otro día vino el propio Virrey. Fray Payo Enriquez de Rivera. Y vino resplandeciente como lo estaba el día que derramó sobre “ellos" sus bendiciones, revestido con la casulla de oro y pedrería, omnipotente en su doble poder de representante de Dios y del Rey. Pero una cruz más grande que en la que halla enclavado al Cristo de la Amargura traia en sus espaldas el procer; y le pesaba tanto que lo hacia inclinarse a tierra, a donde miraban su ojos azules y tristes como los de Jesús Nuestro Señor.. Y me pidió a mi hijo, humildemente, con voz de humildad y de Atrror a Dios. Neguéme y se fué tristemente, tristemente. Y sus vestiduras resplandecían con tenuidad, como si las bañaran las estrellas en su luz. D. Gonzalo.—Mirad que sufre vuestra alma. D. Luisa.—¿Es posible, Don Gonzalo. sufrir cuando no se tiene corazón? Ya os lo he dicho: “él" me lo robó, en mi amada aldea. Cuando me lo arrancó del pecho___recuerdo, si__ (Un doloroso gesto contrae el rostro de Doña Luisa. Su mano caída en un brazo del sillón, se levanta y apoya la frente. Hace memoria Doña Luisa y al fin suelta nuevamente su mano que, como la otra, queda tendida, "abiertos los dedos de un blanco marfileño sobre la madera obscura del sillón). Doña Luisa?—Fué una mañana, cuan do la aurora aparecia en el oriente y despertaba al nuevo día a mi amada aldea. No había entrado aún toda la luz por mi ventana, sólo una claridad blancuzca, como debe ser el aroma de los azahares para el Unico que ve lo invisible. “El” olía a azahar ¡porque