ta g«trrarimi literaria ite la Reforma por Sguarto Manupl Altamirano (Fragmento del prólogo de “Paeionariai.)” Corrían los años de 1857 y 1858, entre las porfiadas luchas del partido liberal y del partido reaccionario, que ensangrentaban a República y apenas dejaban tiempo para pensar en otra cosa que no fuese la política o la guerra. Yo estudiaba entonces Derecho en el Colegio Nacional de San Juan de Letrán, y comenzaba mis ensayos en el periodismo. En el primero de estos años tempestuosos, dividía, pues, mi atención entre las contradicciones del Digesto, que no producían sino un diluvio de sutilezas en la Cátedra, y las disputas irritantes de la política, que traían agitados a los liberales y conservadores y provocaban la más sangrienta de nuestras guerars civiles. Por más que yo fuese un escritor joven y bisoño en aquella época, y a tal punto desconocido que ni siquiera mi nombre aparecía en mis articule-jos, había contraído re aciones nuevas en los círculos literarios o conservaba algunas antiguas de colegio con es-xritores ya renombrados o que .$e pon-quistaban una reputación en las lides periodísticas de actualidad. Así, mi humilde cuarto solía transformarse, por la afluencia frecuente de estos amigos, en redacción de periódicos, en club reformista o en centro literario, que se aumentaba naturalmente con la asistencia de numerosos estudiantes y partidarios ardentísimos de la revolución. Con ellos nos dirigíamos muchas veces a las galerías del Congreso para asistir a las sesiones en que se discutía la Constitución, y para ap audir los elocuentes discursos de Ocampo, de Ramírez y Zarco y de Arriaga, y para tomar nota de los esfuerzos que hacían el ministro Lafragua y la pandilla de falsos liberales contra las libertades humanas y políticas. Pero dando tregua a estos alborotos. que duraban, a veces semanas enteras, lo más común era consagrarnos a las conversaciones literarias, en las que salían a relucir todas las reputaciones poéticas contemporáneas y todos los conatos de bella literatura que • se hacían lugar de cuando en cuando entre los ruidos pavorsos de la matanza y la destemplada grite de los partidos. Esas sesiones no carecían de interés, y "hasta llegaban a tomar a veces el aspecto de una Cátedra o de una Academia, cuando las presidía alguno de los veteranos de la Literatura o de los campeones de la prensa militante, porque solían aparecerse por allí los amigos míos de quienes he hablado al principio. Marcos Arróniz, el apasionado cantor de Herminia, el excelente traductor de Don Juan, de Bryon, que acababa de trocar su lira melodiosa por el sable reaccionario de Puebla, y que aprehendido después como conspirador, había sido encerrado en úna prisión donde, como Tas- 1 »n una priSlUIi UUllUV, wa**v * V.XZ...V ——,-- « >, había eomenzado a peeder^el. juicio.-:. Jadaoreeitoras coo que« Joan- respon- E1 me pagaba las visitas hechas en su cárcel y asistía a nuestras reuniones melancólico y abatido, pero siempre hablando de poesía, con su sonrisa triste y su palabra fácil y elegante, vibraba como si quisiese traducir la amarga pena que se revelaba en sus ojos profundos. ¡Pobre Marcos! Poco tiempo despüés, pero en aquellos mismos días, se encontró su cadaver en el camino de Puebla, junto al Agua del Venerable, sin saber como ni por qué estaba allí. Sospechóse un suicidio. Tal vez. Pero se dijo también que cambiando Arróniz, sólo,por aque los bosques plagados entonces de bandidos, pudo más probablemente ser asesinado por éstos. Así murió uno de los más inspirados poetes de Méjico, el aristócrata entre ellos por su educación europea por sus hábitos y aun por sus opiniones. Nosotros, revolucionarios y demócratas, respetábamos siempre sus ideas, de que por otra parte se abstenía de hablar en presencia nuestra, y respetábamos todavía más su desgrracia y su talento, nublado ya por la demencia. Arróniz habia empapado su poesía en la poesía de Bryon. El gran poeta inglés era su mode'o, su maestro, su favorito. Como él, era hermoso, enfermizo y escéptico; como él, había amado mucho y habia sufrido tremendos desengaños; como él también, manejaba bien las armas; pero al contrallo de él, no amaba la Libertad; al menos la combatió sirviendo al dictador Santa Anna contra el pueblo, y se expuse después a todos los peligros, peleando valerosamente en la batalla de Ocotlán al lado de la. reacción. 1’nerón vanos los esfuerzos de su gran amigo Zarco para atraerlo a nuestras filas. Estaba en la desgracia, y rehusó, hasta que se trastorno su cerebro. ¡Pobre Marcos! J Otro de !os tertulianos era Ploren-cio Mqría del Castillo, que redactaba ya el Monitor Republicano y era _ muy conocido por sus bellísimas y sentimentales novelas, arrojadas en medio de esta sociedad envuelta en vapores de sangre, como, blancas flores de aroma suave y du ce. Florencio escribía entonces au Hermana de los Angeles, y en su calidad de i edac-tor de uno de los periódicos mas avanzados del día, era contendedor exalta-pero su fisonomíi mótil y nerviosa se transfiguraba hablando de literatura, su risa perdía el aráeter burlón que la hacia temible disputando, tornábase benévo'a como siempre y con el argot gracioso que acostumbraba, decía cosas encantadoras de novedad. José Rivera y Río era el elemento de la contradicción literaria,, y con sus arranques pesimstas o indignados, daba pábulo a la conversación. En eterna disputa con Juan Mateos, que, ya era abogado, pero que seguía teniendo, cómo hasta hoy, el carácter estudiantil ligero, epigramático y burlón, Rivera y Río, serio y enfático, se irritaba conio un niflo oyendo las carea- dla a sus sentencias lacónicas como un apotegma antiguo. Terciaba siempre en ta es disputas dominándolas con su voz de trueno y su altiva figura dantoniana, , Manuel Mateos, que a su torno traía siempre a mal traer al pobre Juan Díaz Covarrubias, que murmuraba con voz sentimental sus agudas respuestas. ¡Cosa singular! Aquellos Idos jóve-tres, el grande y hercúleb Mantel Mateos, y el pequeño y pálido Juan Diaz Covarrubias, estaban siempre en discordia, y dos años después debían morir juntos y abrazados en el cadalso de Tacú baya. Alguna vez, habiéndonos- hecho amigos en las galerías del Congreso de Miguel Cruz Aedo, el ilustrado escritor y valiente saldado jalisciense, o trajimos también a nuestro corrillo de Letrán, y mientras estuvo en Méjico formó en nuestras filas, y encontró en nosotros un auditorio entus atsa para sus artículos, dignos de Camilo Desmoulins, y sus discursos dignos de Saint Just. Aquel era el bello tiempo de os sueños de Libertad y de Poesía, de los propósitos generosos y de los juramentos revolucionarios que pronto iban a cumplirse, porque la guerra estaba allí para reclamar el cump idneu-to de los votos juveniles. Nuestro circulo, mitad pol tico y mitad literario se ensanchaba vadá vez más, admitiendo nuevos adeptos del mismo colegio de Letrán. Ya figuraban en él desde el principio, A fredo Chavero, Emilio Velasco y Juan Doria; los dos primeros, laboriosísimos estudiantes; el tercero reservado, pero vehemente liberal fronterizo que ya habia tenido tres o cuatro riñas a causa de las discusiones de la Constitución. Pronto vino a incorporársenos un joven a quien estab reservada una gran celebridad poética. Habia entrado a princpios de aquel mismo año de 1857, a cursar fi osona en Letrán, como interno, un joven ae dieciséis años, moreno, pálido, ae grandes ojos negros, de abundante cabellera ensortijada, y de aspecto triste y enfermizo. Paseábase en las horas de estudio con sus compañeros, tn el corredor de los filósofos; pero sin llevar el libro abierto en las manos, como los demás, ni recitando su eccion en voz alta, sino con el libro constantemente cerrado y debajo del brazo, taciturno, con los ojos clavados en el suelo y siempre sumergido en hondas meditaciones. No estudiaba, nadie lo conocía, no buscaba amigos, no tomaba parte en los grupos charladores que se formaban en las horas de recreo, sino que dorante el"as se encerraba en su cuarto, y ali permanecía sentado indolentemente y siguiendo con mirada distraída las espirales de humo de su enorme pipa alemana. Decididamente aquel joveii era un misántropo, tal vez un enamorado a quien encerraba^ pór-fuerza en el colegio, pártTajrártar-