2 de Noviembre, 1924. REVISTA CATOLICA 729 La Primera Misa en México Discurso pronunciado por el Rev. P. M. Cuevas, S. J., en la Ira. Asamblea solemne del Congreso Eucaristía) Mexicano. Solamente la confianza que tengo en Dios, Nuestro Señor, y mi espíritu de subordinación y afecto a las autoridades eclesiásticas que tan prósperamente iniciaron, conducen y llevarán a feliz término este Nacional Congreso Eucarístico, me alientan en el imponente, si bien gratísimo deber, de disertar sobre el inefable y formidable tema: “La Primera Misa en la Nación Mexicana”; tema elevadísimo que abarca y pide aun bajo el punto de vista meramente histórico, no tan sólo la viva descripción de los hechos visibles, la mañana del 6 de mayo de 1518, sino el hacer constar con la sagrada solemnidad del presente, momento, toda la significación litúrgica de acto tan sublime. Desecho, por imposible de admitir, la supuesta tradición de que en 1517 se haya celebrado, ni aun podido celebrar, el Santo Sacrificio de la Misa, en las costas de Campeche, cuando ni respirar pudieron el puñado de valientes que encabezaba el desventurado Fernández de Córdova. Yucatán, la noble Yucatán, y su poética isla de Cozumel, parte, integrante de nuestra amadísima patria, son el primer altar que Dios tuvo en México, el punto venerado y amabilísimo donde comenzó para nuestra nación, hasta entonces cadáver, con la vida sobrenatural, la vida de civilización y de verdadera libertad. La pieza documental en que nos basamos es la narración sublime como el Apocalipsis, sencilla como el Evangelio del mismo celebrante, Presbítero secular Juan Díaz, capellán de las huestes de Grijalva; relato que debiera esculpirse, en una plancha de oro debajo de ese dosel, y re.za como sigue: “El jueves, 6 de mayo (de 1518), el Capitán mandó que se armasen y aprestasen cien hombres, los cuales saltaron a las lanchas y desembarcaron llevando consigo un clérigo. Ordenadamente llegaron a la torre, y el Capitán subióse a ella juntamente, con el alférez, que llevaba el pendón; tenía esta torre dieciocho escalones de alto, su base era maciza y en derredor tenía 80 pies de explanada; encima de ella había otra torre pequeña, de la altura de dos hombres, y dentro tenía ciertas figuras y huesos y cenizas, que eran los ídolos que adoraban. Luego al punto se puso orden en la torre y se dijo misa....” ¿Me. pide algún artista datos históricamente verosímiles para un lienzo conmemorativo de hecho tan glorioso? Habremos de pensar en Cozumel y en su playa de rocas azotadas por el oleaje, y en sus bosques de espesura y verdor increíbles, y en su cielo de nácar, para formar con todo ello un marco a la histórica y ya sagrada pirámide, con el nombre de la torre, mencionada por el cronista, símbolo toda ella con sus ídolos derrocados, con sus relieves rotos, con sus manchas y cuajarones de sangre humana, de la civilización que. quedaba abajo, y la torrecilla pequeña, purificada y bendita, como símbolo a su vez del nuevo programa, que en aquel momento, allí mismo, la noble España desplegó a favor de nuestras razas, y Dios mismo vino a sellar con la sangre de su Hijo Unigénito. Al pié de la pirámide, sobrecogida de una reverencia nueva en su género, brote, del sentimiento latente de la presencia de Dios; aquellos isleños, de carácter dulce y hospitalario, los mejores representantes, tal vez del cen tenar de razas que poblaban el Anáhuac, y los que para siempre tendrán la intransferible gloria de haber sido los primeros visitados por la sacramental presencia del Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo. Cercanos al altar, están los valientes de Grijalva, la flor y nata de la sangre guerrera castellana, con que se. cerró la legendaria edad media y se abrió el portentoso siglo XVI. Allí estaban Pedro Farfán, Camacho de Tria-ña y el Manquillo de Huelva; allí el verdadero y casi olvidado descubridor de México, Antón de Alaminos y el Veedor Peñaloza; más cercanos al altar estaban los capitanes Montejo y Alonso Avila, a los que precedía de rodillas, con la frente sobre la cruz de la espada, aquel hidalgo bueno, tranquilo, llamado Juan de Grijalva. Cobijaba a todos y daba sombra al mismo altar y a la Cruz, el morado pendón de Castilla, que me imagino, no sin probabilidades, sostenido por las férreas manos del entonces imberbe alférez y rey desde entonces de nuestros historiógrafos, Bernal Díaz del Castillo. A uno y otro lado del altar, como representante del primer cristianismo mexicano, los dos indiecitos, Melchor y Julián, el año anterior bautizados por los primeros expedicionarios. En medio, temblando sin duda por la emoción, el Padre Juan Díaz, revestido con los ornamentos rojos, como pedía el rite) de aquel día de San Juan, Ante Portam Latinara. ¿ Queréis que. asistamos a nuestra primera misa ? Inclínase ya el sacerdote ante la imagen de Cristo, anunciándose embajador del cielo, con la mejor credencial: en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Con el pueblo lloró sus culpas en el más significativo Confíteor que jamás se ha oído; a este Confíteor se asoció un coro invisible que, convocado ante aquel altar de. Cozumel, y escalonado como en círculos concéntricos, en toda la amplitud de nuestro Anáhuac, hizo eco con clamor que llegaba hasta el trono de Dios, “mea culpa, mea máxima culpa”: eran los ángeles de la guarda de veinticinco millones de indios mexicanos; hablaban por sus encomendados que yacían sumergidos en el abismo del pecado de la más abominable y absoluta de las idolatrías, y en aquel mar de sangre, el mayor que jamás se ha visto en la historia de. la sangre, inicuamente derramada...... Sí, señores, el sentir verídico, y al mismo tiempo más cristiano sobre nuestras razas indígenas, sentir que confirman documentos y monumentos por millares, es que todas aquellas razas tan amables de suyo, de índole tan sufrida y tan noble, habían ido rodando a ella por la noche de los tiempos hasta el abismo más profundo de la degradación psíquica y del pecado, pueblos donde no se sabía ser tirano o esclavo, donde se vivía con la muerte y para la muerte, donde sin protesta de nadie se sacrificaban cada año y desde tiempo inmemorial, docenas de millares de hombres inocentes. Ya tenía ese pueblo por qué decir “mea máxima culpa”, al ver por primera vez los brazos abiertos del único pe.rdonador que quita los pecados del mundo. Sigamos reverentes oyendo esta primera misa: en el Introito, que para el celebrante resulta una profecía y para todo México una exhortación útilísima, volvióse a-quél a Dios y le dijo: “a timore inimici e.ripe animam