Revista Mexicana Semanario Ilustrado Entered as second class matter, O ctober 25, 1915 at the Post Office of San Antonio, Texas, under the Act. of March 3, 1897. Afio II. San Antonio, Texas, 30 de Abril de 1916. Número 34 La Caída de Carranza . El Preconstitucionalismo ha llegado a su completa desintegración. Mientras don Venustiano Carranza se fuga intempestivamente de la Capital de la República, Alvaro Obregón se dirige a conferenciar con el Jefe de Estado Mayor Americano, para quizás recibir de sus ma-nos el espaldarazo que lo consagre como autoridad suprema de México. Pablo González, reconcentra sus tropas en el sur, los caciques se ponen en guardia, en sus respectivos feudos, y Espinosa Mireles, con las características admirables de un interino—-(nulo, incoloro y neutro)—toma posesión del Palacio de los Virreyes. Este desenlace es inevitable. El poderío de los Estados Unidos, retardó el desmoronamiento carrancista hasta el último momento; pero no pudo evitarlo. La fuerza es ineficaz cuando se emplea para apuntalar absurdos. El derrumbamiento de Carranza indica, en medio de tanta desolación y ruina, que México aun tiene energía para arrojar de su seno una administración inmoral, impuesta por intereses extraños y hasta enemigos de la Patria. Para los Estados Unidos debe ser una gran lección. Un día creyeron las autoridades de la Casa Blanca, que México, al igual de Nicaragua y de Panamá, podía ser gobernado desde Washington. Y probaron su fuerza destructora, dirigiéndola en contra del gobierno de acero del General Díaz. El éxito no pudo ser más halagador: seis meses después de haber estallado la revolución de Madero, el Presidente Díaz abandonaba su patria para siempre. Entonces, la Administración de los Estados Unidos, engreída con este éxito, decidió sostener al gobierno emanado de la Revolución. No se cuidó de examinar si era competente y adecuado, justiciero y constructor: se creía omnipotente y consideraba su voluntad como un cimiento indestructible. ¿Madero era un inepto? ¿Y qué? La fuerza de los Estados Unidos se emplearía en disimular sus errores, en transformar sus facultades anárquicas en energías coercitivas, en sostener lo que el mismo gobernante destruía. El General Reyes, primero, y el General Orozco, después, enarbolaron el estandarte revolucionario y ambos, encontraron el fracaso. El gobierno de Estados Unidos quedó completamente satisfecho. Su voluntad se había impuesto sobre todos y sobre todo. Pero la revolución seguía incendiando a la Nación, que repudiaba a sus mandatarios. La Administración norteamericana veía con júbilo que, a pesar del clamoreo de todo un pueblo, su voluntad, únicamente su voluntad, sostenía en el trono al Presidente Madero. Sin embargo, llegó un momento en que el ejército de México no pudo seguir luchando en contra de la opinión pública: las revoluciones militares de febrero, pusieron fin a un reinado funesto e inauguraron una época que, para los Estados Unidos, llevaba el defecto imperdonable de ostentar un sello nacional. Un grito de indignación se dejó oir desde los grandes lagos hasta el Río Bravo, desde el Atlántico hasta el Pacífico. ¿Cómo? ¿Había audaces que se atrevieran a derrocar al Presidente Madero, cuando de antemano se sabía que contaba con la ayuda decidida de la Casa Blanca?, Y decidieron los gobernantes de Estados Unidos, aniquilar la naciente administración del General Huerta. Enfrente del gobierno mexicano se alzó una revolución inmoral, que no respetaba ni la propiedad ni la honra, ni la conciencia ni la vida. A la Casa Blanca le importaba bien poco que los hombres de Carranza convirtieran a México en un desolado cementerio. Había que apoyarlos, para que nuestra Patria no cometiese <1 pecado de tener una administración propia. Después de diecisiete meses de una lucha encarnizada, el gobierno de Estados Unidos volvió a sentirse satisfecho: el General Huerta salía también de su patria como el General Díaz: para no retornar jamás. Desde entonces el gobierno de la Casa Blanca ha venido sosteniendo al gobierno emanado de la Revolución. Unas veces ha sonreído a Villa, otras a Carranza; pero siempre otorgando sus simpatías a los revolucionarios que se han plegado a su voluntad. Nada importaba que en México se cometiera toda clase úe ultrajes a la civilización y al honor: para algo tenían sus manda torios el apoyo incondicional del pueblo más poderoso del Continente. Pero México no es Nicaragua. Lo mejor de la Patria se ha visto obligado a vagar por el extranjero; los Estados Unidos han llevado su ayuda hasta el grado de invadir el territorio nacional; el organismo mexicano se encuentra casi moribundo, y, sin embargo, nuestro pueblo sigue teniendo fuerzas para expulsar de su seno los gérmenes morbosos que lo aniquilan. Carranza se está desplomando a pesar de la voluntad de los Estados Unidos. Cualquiera otro pueblo, en una pugna por su autonomía, tan larga y tan dolorosa como la nuestra, habría sucumbido ante el poderío norteamericano. Y México, por lo contrario, vive y empieza a erguirse sobre sus destructores. Bendito el momento en que se acabe de desplomar el Primer Jefe, porque con su derrumbamiento coincidirá el triunfo definitivo de nuestra nacionalidad.