E hizo pegar a las cintas unas letras doradas que decían: Recuerdo Eterno A mi primo Francisco Solí Rita Guasch. Luego el dueño de la tienda colocó la corona en una caja de cartón muy grande, y más fúnebre que la misma corona. La tapa estaba cubierta de cruces, panteones y sauces llorones de fotografía y en los ángulos leíanse anuncios como los siguientes: Se' visten difuntos a precios módicos. Se gestiona todo lo referente a un entierro con prontitud, etc., etc. Cargada con el atadijo de la ropa que ‘ llevaba bajo un brazo y la gran caja en el otro, Rita dirigióse a la estación. Iba más contenta que antes y experimentando cierto deseo que no se atrevía a declararse, algo pasmada: el deseo de hallar muerto a Francisco, con el objeto de poder lucir aquel recuerdo eterno. Un vecino del pueblo que iba en el mismo vagón, dióla algunas noticias del enfermo. —¡Rita!.... ¿Usted por aquí? —¡Ay, sí, señor! Voy a despedirme de Lo Pubill... sin duda le encontraré muerto ya,—dijo con cierto frenesí y con intención. —No lo sé, pero me parece que no. Precisamente esta mañana, cuando he salido de casa, no había muerto. —¿Qué me dice usted?—exclamó Rita, contrariada y sin darse cuenta. Y lanzó una expresiva mirada a la caja de la corona. El otro hizo lo mismo, y comprendiendo inmediatamente de lo que se trataba, preguntó con mal disimulada sonrisa: —¿Y qué.trae, qué trae aquí, si no es indiscreción? Rita no se hizo la misteriosa ni se apercibió por un momento siquiera de su extraña y ridicula indelicadeza. La vanidad podía más. —¡Ah, vea usted! Una hermosa corona para el entierro de Francisco. Si usted quiere abriré la caja, ¡Verá usted qué lujo! —No, de ninguna manera... Pero esto me parece que es anticiparse algo, digo yo. Pero Rita ni le comprendió. Desató la caja y mostró la corona, diciendo: —¿Verdad que estará hermosa colgada del coche mortuorio, arrastrando las cintas por las calles de la villa?.... Con seguridad será el primer entierro que habrán visto con una corona así! Pobrecito.... ¡Todo para él....,1 hijo mío! Al llegar a V...,, Rita tomó un coche de la estación, y mientras subía en él, cargada siempre con su atadi jo y con la caja, preguntó al muchacho que le abrió la puertezuela: —Chico, ¿tú sabes cómo sigue el enfefmo de casa Pubill? —Si, señora. Por la mañana se ha dicho que estaba mejor y que. pasó la noche bastante sosegado. —Si ¿eh?.... Anda, anda: llévame en seguida a su casa. Por la escalera, estrecha y obscura, mientras el muchacho subía el paquete, Rita apenas podía pasar tropezando por uno y otro lado con la voluminosa caja de la corona. Antes de llamar ya la habían oído y estaban aguardándola a la puerta todos los parientes. —¡Ay, Rita!.... ¡Rita mía!... Todavía llegas a tiempo... ¡Alabado sea Dios! Besos, abrazos y alguna lágrima. Pero Rita, embarazada con la caja, a duras penas se limitaba a ¡epetir, siempre frenética: —Bien: ¿cómo sigue?... ¿c niv sigue? —¡Ay, hija mía! Ha sufrido varias alternativas; pero hoy a Dios gracias, parece que el médico le ha encontrado algo mejor... Poca cosa, sin embargo... Pero lo que decimos: mientras hay vida hay esperanza....... ¡Ay!.... ¡Yo que le di por muerto ayer! —¡Oh, yo también, hija, yo también!. ... ¡No creí que llegara a tiempo! —Bueno, pues ahora dicen que si sigue como la noche última, no desconfían de salvarle... ¡Dios mío!... ¡Qué trastornos!... ¿No lo vesí.... Entra, entra.__ Chico, deja el lío sobre esa silla. ¿Y tú qué llevas aquí? ¿dónde vas con tanta.carga? Rita, con el aplomo de siempre, con la inconsciencia de siempre, contestó redondamente, con completa satisfacción: —¡Ay, hija!.... Me he traído esta corona para el entierro de Francisco!.... ¡Como le quiero tanto!.... ¡No he podido prescindir de ello!... ¡Nada, un recuerdo!.... El grupo de parientes, con extraordinaria unánimidad, nada halló extraño, ni mucho menos, en aquel hecho: aquella muestra de buen afecto les llegó al alma. De repente, todos a coro se lanzaron de nuevo hacia Rita y le dejaron húmedas las mejillas a puro besuqueo y lagrimeo. Así la condujeron a su habitación, movidos, como ella, de la curiosidad y la vanidad: querían ver la corona inmediatamente! Formando una circunferencia alrededor de la caja, permanecieron mudos de sorpresa; tan espléndido regalo sugirió en seguida en aquellos cerebros la misma imagen que obse sionada a Rita: ¡la corona colgada de la caja del difunto, arrastrando las anchas cintas por las calles de la villa, siendo la envidia y la admiración del vecindario entero!.... Luego sólo se oyó esta exclamación unánime: —¡Qué hermoso.... estaría! Alguien no llegó a tiempo a rectificar en esta forma, y dijo cándidamente: —¡Qué hermoso.... estará! Rita estaba henchida de júbilo en vista del asombro que produjo su regalo. Pero todo parecía conjurado para que no llegara a lucir lo que Rita se figuraba. Durante todo el día fué acentuándose la mejoría del enfermo. Aunque Rita y hasta la futura viuda iban enseñando la corona a sus más íntimos conocidos con cierto orgullo, ya empezaban a sospechar que no tendría que servir. Efectivamente, dos, tres, cuatro días después Francisco estaba fuera de cuidado: tanto, que quiso que entraran a saludarle los parientes, que sólo llegaban hasta la puerta. Rita entró acompañada de la esposa. —Ya lo ves, ya lo ves, Francisco— le dijo ésta con aquel tono mimoso y fingido con que se hábla a los pe-queñuelos y a los enfermos que reviven.—¡Ya lo ves! ¡Hasta Rita, la pobre, ha venido! ¡Mírala!... Acércate, Rita. A la vista de su pariente, tan demacrado y abriendo de nuevo a la vida los amortiguados ojos, Rita sintió una verdadera conmoción que no le causaron ni la idea de la muerte ni las simples palabras desesperadas. Echóse a llorar repentinamente, cogió la mano de Francisco, la besó, y dijo llena de sinceridad: —Ay, sí chico,... ¡Sí 'hijo mío!__ ¡Con los pies descalzos y desde la otra parte del mundo hubiera venido •para cuidarte! —¡Gracias, gracias, lo creo!..... Te lo agradezco—contestó el enfermo con dificultad, con la lengua torpe, como si no le cupiese en la boca. Y mientras estaban en este punto, la esposa del enfermo tocó con el codo el brazo de Rita, murmurándola al oído: ■ —¿Se lo decimos? Lo que quería decir era que por cierto y probado podia tener Francisco el aprecio de Rita su paticnta, como que hasta le había comprado una corona para el entierro. Hubo un momento de vacilación. Pero el aspecto del enfermo era tan triste y grotesco a un tiempo, que las dos mujeres experimentaron entonces por un sólo instante la. inoportu-