-* EL MALVIS. w- a Por la Condesa de Pardo Bazán. Entre las mezquinas construcciones del barrio de la Judería, destacábase una espaciosa, bien encalada, alta, con volado balconcillo lleno de cajas de claveles reventones y plantas floridas. Era la del jud o David, negociante en joyas, telas y pieles, y el pensil, lo cuidaba su hija Séfora. que solía asomarse para regar, y para colgar al sol la jaula de un mal vis, el ruiseñor de aquella comarca. Aunque tan activo traficante, desmentía David las características del hebreo avariento y sórdido. Sus estancias lucian mobiliario más rico que el del conde de Lemos, señor de la ciudad. Su mano se abría frecuentemente para 'la limosna. Hasta a los mendigos cristianos socorría. Su rostro no era el de nariz corva y boca astuta de los fariseos, sino una faz grave y ■"bella," con ahorquillada barba rizosa. Dentro de su hogar, David ocultaba, o por lo menos callaba, sus buenas obras, cuando en cristianos recaían, porque su esposa, Raquel, pro fesaba a los cristianos odio de muerte. acrecentado por la rabia de notar que ni su marido ni su hija compar-t’an tal furor, acentuado como una monomanía. Era una mujer qt c había sido muy hermosa, de ojos sombríos, cejas pobladas, labios qre había estrechado y secado la cólera, y biliosa tez. Erecuentemente, tomaba de la leñera dos pajitos, los cruzaba. los ataba, y arrojándolos al suelo, se comp’acía en escupirlos y pisarlos repetidamente. Cuando Séfora presenciaba estos ultrajes, su lindo rostro, delicado y pálido, se entristecía. Ella no podía crer que los cristianos fuesen todos mal vados y reprobos. Tenía, secretamente. una amiga crist ana, la hija de un panadero que vivía ai lado de la Iglesia conventual de Santa Maria, y vendía sus hornadas a los frai'es. Oculta la amistad como un delito, era más intima aun: buscaban ardides para reunirse, y se contaban esas naderías que lisonjean a la gente joven: cómo se enfila una sarta de corales, lo bien que cantaba el malvís, sobre todo en las noches claras, estrelladas o lunares. Muchas veces oía Séfora, bajando la cabeza y callando, las discusiones de su padre y de su madre, pues no siempre lograba David evitarlas con su prudencia. —¿Has olvidado, hombre sin fe— gritaba la matrona—cómo ahorcó el conde de Lemos a nuestro hermano Simeón? —Simeón acuñó «noneda falsa-contestaba David—y eso es Un grave delito, que la ley castiga con la muerte. —Hizo bien en falsificar la moneda de los perros, contra los cuales todo es lícito—replicaba vibrante de ira Raquel. —Mujer—advertía el negocante,— los hijos de Dios no deben entre si, llamarse perros ni decirse raca. Hombres somos todós, los cristianos como los judíos, y todos pecamos ante la presencia del Señor. Ya te he dicho una vez que Rabí Jesús enseñó cosas verdaderas. Para que nos perdonen, hay que perdonar. —A Rabí Jesús, el impostor, si vol-