Soissons, la Martirizada. Por Pierre Loti. Traducción de Revista Mexicana. El prusiano es cruel por naturaleza, la civilización lo tornará feroz. —GOETHE.— Hay en el norte cna de nuestras grandes ciudades martirizadas a la que no se puede llegar ya. si no es por pasos tortuosos y cubiertos, con las precauciones de un piel roja en las selvas, porque los bárbaros se ocultan dondequiera en la tierra, ai abrigo de la colina inmediata y con sus malignos ojos armados de gemelos, vigilan los caminos, para rociar de metralla a quienquiera que se atreva a atravesarlos. Recientemente, un adorable atardecer de septiembre, fui guiado hacia esa ciudad por oficiales avezados a esos peligrosos senderos. Caminando en zig-zag por zanjas que atraviesan jardines abandonados, entre las rosas postreras y los árboles cargados de frutos, llegamos sin difict had a los suburbios y poco después a las calles de la ciudad, donde ha comenzado ya a crecer la hierba de las ruinas, porque hace un año que fueron segadas esas vidas. A lo lejos, a grandes distancias, grupos de soldados; fuera de ellos, nadie: un silencio de muerte bajo el cíe'o maravilloso del estío agonizante. Antes de la invasió.n, era una de aquellas ciudades un poco anticuadas ¿leí interior de las provincias francesas, con mansiones modestas decoradas por. escudos de armas, en torno de-^i^T^cñas plazas cuadradas plantadas de olmos. ¡ Ha de haber sido la vida tan tranquila ahí, en medio de aquellas costumbres de otro tiempo! ¡Viejas casas solariegas, amadas reverentemente, sin duda alguna, y que una barbarie imbécil lucha a diario y apasionadamente T>or destruir! Muchas de ellas se han desrumbado, esparciendo por el arroyo sus muebles venerables, y en su inmovilidad actual mantienen actitudes que parecen de sufrimiento. Esta noche, que parece ser de lánguida energía, el sonido del cañón, algo distante viene a puntuar, si así puede decirse, la luctuosa monotonía de las horas; mas esa música intermitente es tan habitual qtie se oye sin fijar la atención en ella, y, en vez de romper el silencio, parece que lo hace más profundo y a la vez más trágico. Aquí y allá, sobre las paredes que han permanecido incólumes, pequeñas inscripciones, impresas sobre papel blanco, rezan: “Casa desocupada". Y siguen los nombres, -manuscritos, de los obstinados en ausentarse. Esto adquiere, sin saber uno porqué, un aire de puerilidad. Es para alejar a los ladrones o un aviso para las granadas? ¿A dónde fue donde vi, en medio de una desolación como ésta, avisos de esa misma especie? ¡Ah! sí, fue en Pekín, cuando lo ocuparon ?as tro¡ as europeas y fué en la desdichada sección que correspondió a les alemanes, en la que los soldados del -Kaiser dieron rienda suelta a todos sus malos instintos; porque entonces pudieron ser juzgados ésos desalmados comparándolos con los soldados de los demás países aliados que ocuparon ’as secciones circunvecinas sin hacer daño a nadie. l-.llos fueron los únicos, los alemanes, que dieron tortura a sus victimas y !os infelices que quedaron entregados a esa crueldad imbécil, trataron de ponerse a cubierto, fijando pequeñas inscripciones sobre sus puertas, tales como; “Somos chinos bajo la protección francesa" o bien: -’‘En esta casa todos somos chinos cristianos.” Lo que nada les valía, pues, por otra parte el Emperador,—él, siempre él. cuyos tentácu’os sangrientos pueden ser hallados siempre en lo más hondo de todas las heridas abiertas en cualquier país del mundo: él, el gran organizador de la catástrofe universal. el Señor de la piratería, el príncipe de la matanza ,y de la carnicería, había dicho a sus tropas: “Id y haced lo que los Hunos. Que China sienta, dentro de cien años, el terror de vuestro paso:” Y lo obedecieron optlentamente! Pero aquellas casas de Pekín, arrasadas por sus órdenes, derramaron sobre las piedras de las calles chinas un tesoro de reliquias, extrañas y remotas para nosotros:—imágenes de la piedad china, fragmentos de altares de los antepasados, pequeñas tablillas de laca en tas que había inscritas, en columnas. largas genealogías manchúes, cuyos orígenes se perdían en la noche. Y aquí, los pobres despojos que yacen en la ciudad, nos son más familiares y su aspecto oprime más dolorosamente el corazón. La cuna de un niño; un piano humilde, de forma anticuada, caído de cabeza desde un piso alto y que aun despierta el reel erdo de las viejas sonatas de las reuniones de famiíla. Me acuerdo también de haber visto en un caño, llena de suciedades, la fotografía piadosamente amplificaría y encuadrada, de la honrada y dulce fisonomía de la abuela, con sus rizadores! Debe de estar durmiendo ella, ya hace mucho tiempo, en alguna cripta y esa imagen prof nada era .seguramente su última huella sobre la tierra. El trueno del cañón se hace más perceptible a medida que avanzamos por estas calles muertas en las que el abandono de un veranó entero ha dado tiempo para que broten tantas hierbas y flores silvestres. En el corazón de la ciudad se halla la CatcdraJ. más antigua que la de Rheims, y famosa en nuestra historia de Francia. Por supuesto que los alemanes se deleitaron en hacer blanco en ella, siempre bajo el mismo pretexto, de estúpida malicia, de que había habido un puesto de observación en lo alto de la torre. Un sacerdote cuyas vestiduras están bordadas de rojo, y que no huyó un solo día ante el bombardeo, nos abre la puerta y nos acompaña por la Catedral. Nos produce tina gran sorpresa, al entrar, el hallarlo todo enteramente 1 lanco, con la vivida blancura de un edificio totalmente nuevo. Con sus brechas, abiertas por los bárbaros desde e! techo hasta el pavimento, la Catedral no da. desde luego, la impresión de una ruina, sino más bien la de una construcción no terminada, en la que se está trabajando todavía. La Catedral, por otra parte, es maravillosa de atrevimiento y de gracia. Una de las obras maestras de nuestro arte Gótico en su más pura floración primera. El prelado nos explica aquella desconcertante blancura. Antes de que vinieran los bárbaros, estaban para terminar la laboriosa tarea de raspar cada piedra, una por una, con el objeto de renovar todas las junturas