que me diría uited un permiso para pasar al Hospital, toda vez que estaba acordado el perdón para mi hijo.” —"Ah, ya comprendo. Mas, permítame usted, señora, que le haga saber esto: El Presidente es un imbécil, un egregio imbécil. Y ahora, ¿me hace usted el favor de retirarse y dejarme en paz?” —“¡Vaya un animal!", exclamó para sí, indignada, la joven que acompañaba a la angustiada madre. Esta última agregó: —“¡Por qué se investirá de autoridad a individuos semejantes!” —“Para mí es un misterio,” observó la joven. “Sin embargo, se ha asegurado que el señor Stanton es el Secretario de Guerra más grande que ha figurado en nuestra historia." Ambas damas regresaron incontinenti al despacho presidencial. Llevadas a la presencia del señor Lincoln, la joven contó al Supremo Magistrado de la Nación, el mal recibimiento que el señor Stanton había hecho a la pobre madre, y dióle a conocer el lenguaje abusivo empleado por aquel. —“Con que el señor Secretario dijo que ¡yo era un imbécil!, exclamó el Presidente, frunciendo el entrecejo y asomando a sus labios humorística sonrisa. —“Sí, señor,” agregó la joven, “un egregio imbécil.” " —"Egregio, además” repuso el Presidente, la risa conteniendo a duras penas. “Vaya, vaya________Bien; si el Séfior Stanton ha dicho que yo soy un «egregio imbécil, así debe ser_____ porque, por experiencia, the consta que el señor Secretario casi siempre tiene razón, y siempre siente lo que dice. Pasaré a verlo sobre el particular. Entretanto, no se preocupen ustedes por el incidente.—El hijo de usted, señora, será puesto en absoluta libertad." Dibujóse la ansiedad en el triste rostro de aquel grande hombre, escapóse un suspiro de su pecho, y la atribulada madre pudo observar, al través de aquellos ojos grises vagamente al vacío dirigidos, una ráfaga de decisión suprema, y del león el poder indómito. Atentamente despidió a sus visitantes, y al punto trasladóse el señor Lincoln al Ministerio de la Guerra. El Secretario, que en esos momentos acusaba un humor insoportable, hallábase solo en su despacho, nerviosamente a su sillón asido. Con característica humildad preguntóle el Presidente las razones que tuviera para rehusarse a ejecutar su orden. Sin vacilación alguna contestó, colérico, el señor Stanton lo siguiente : —“Mié razonei ion muy sencilla!. La ejecución de ese traidor es de todo punto necesaria, pues ella forma parte de una bien estudiada política de justicia de que esencialmente dependen el porvenir y la estabilidad de la Nación. Si he de ser yo quien desempeñe las labores inherentes a esta Secretaría, no permito que la intervención del Ejecutivo estorbe constantemente mis actos. Además, el individuo de mayor influencia en el Congreso, me ha recomendado encarecidamente se haga, en este caso especial, estricta y pronta justicia. Por tanto, yo aconsejo a usted, señor Presidente, se abstenga de entrar en abierta lucha con ese Hércules de la política militante, y con particularismo durante esta terrible crisis nacional por que atravesamos." ~ A la verdad, los excesos de aquella época de historia política culminaron en los esfuerzos que, aun después del injustificable asesinato del Presidente Lincoln, se hacían para afri-canizar varios de los más grandes Estados de la Unión Americana; como hoy, por ejemplo, con sus procedimientos antipatrióticos, los jefes revolucionarios en la desventurada patria de Cuauhtémoc y de Juárez, tratan, al parecer, de substituir con otra imposible, ¡el alma de la nacionalidad mexicana! El señor Lincoln, sentado- en un confidente, cruzadas las piernas, con toda humildad, sin proferir palabra alguna, y sin acusar la más leve emoción, escuchó hasta el último vocablo del discurso que le espetara su ira-ctindo Secretario. Efectuando luego un ligero cambio de postura, y colocando las manos sobre sus rodillas, el impasible Presidente, con toda sangre fría, clavó sus intensos ojos grises sobre Stanton cuyos labios aun acusaban movimientos convulsivos, y expuso brevemente: —“Stanton, yo creo que mi orden debe ejecutarse." —/"Pues no ha de ser así,” contestó el interpelado, de manera decidida. “Usted trata de interrumpir el curso de la justicia, y yo no puedo ejecutar esa orden." El señor Lincoln, sin dejar de .clavar su mirada penetrante sobre el obstinado Stanton, pausadamente, y can insistencia, exclamó: —“Señor Secretario, esa orden debe ejecutarse.” Al punto el señor Stanton dió media vuelta sobre su asiento .tornó la pluma, mojóla en el tintero, corrióla nerviosamente, rápidamente, sobre una cuartilla de papel oficial que te. nía delante, y, después de calzar con su firma lo que habia escrito, se levantó, acercóse al señor Lincoln, con el documento en la mano, y pronunció estas palabras: —“Señor Presidente, deseo dar a usted las gracias por sus constantes demostraciones de amistad hacia mi durante estos terribles años de prueba en que he desempeñado esta Cartera. La guerra ha concluido, y mis labores oficiales también han terminado. Le presento mi renuncia." Del sofá lentamente levantóse el señor Lincoln, y echó una mirada de sorpresa sobre el rostro, enrojecido de ira, del Ministro de la Guerra. Tomó el documento, lo hizo mil pedazos, y, colocando uno de sus largos brazos sobre los hombros del atolondrado Secretario, expuso, en tono casi paternal: —“Stanton, usted ha sido un fiel sirviente público, y no es usted quien ha de determinar la fecha y la ocasión en que ya no sean necesarios sus servicios. Siga usted adelante en sus tareas. En este asunto que ha motivado nuestra actual entrevista, quiero que se cumpla con lo que he tenido a bien acordar. Pero_______, de ello yo me encargaré personalmente." Sin pronunciar una sola palabra en contestación ,el Secretario Stanton, visiblemente conmovido, volvió a ocupar su asiento; y el Presidente, satisfecho, regresó a la Casa Blanca. De aquella furibunda campaña que se llamó Período de Reconstrucción Nacional, y que tan sólo era un caos en que estallaban las más tremendas pasiones politicas, y en que tantos crímenes a diario casi se cometían, el Goliat habia cedido a la palabra persuasiva, caido inerme ante la serena pero enérgica actitud, de aquel humilde David que tan hábilmente manejaba las riendas del “mejor gob . no de la tierra." Sea de todo ello lo que fuere, es bien sabido que después del extraordinario suceso que narrado queda no tuvo el Presidente Abraham Lincoln amigo más leal,, ni más grande admirador, que el Secretario Edwin M. Stanton. DAVID CERNA. San Antonio, Texas, Die., de 1915. NOTA.—No carece de autenticidad la anterior anécdota, pues de ella han «fado cuenta varios autores, entre ellos Thomas Dixon, jr., en su reciente interesantísimo libro intitulado The Clansman. De esta obra principalmente me he servido en la preparación del presente trabajo.—D. C.