27 de Julio, 1924. REVISTA CATOLICA 513 fBU ZUAVO POXTIFICIÍFi NOVELA HISTORICA DEL AÑO 1860, POR EL P. ANTONIO BRESCIANI, S. J. XVII.—EL ASILO ( Continuación) —La cosa es sencilla. Tomás, mi cuñado, a quien he encontrado esta mañana cuando iba al puerto de Recanati por un negocio, me ha contado que ayer noche él mismo con sus propios oídos oyó al general de caballería Griffini, que decía en la plaza de Osimo a los oficiales piamon-teses:—¿Lo saben Uds? pues a cinco minutos ha venido el no hacer prisionero al general Lamori-ciére: se nos ha escapado, y ha llegado salvo a Ancona. —Dime, buen hombre: el resto del ejército ¿a dónde se ha retirado? ¿Ha caído tal vez todo en poder de los piamonteses? —Creo que no. Yo mismo vi ayer las columnas que bajaban del monte de le Crocette y se unían con la reserva que se hallaba en la llanura del Musone, y a medida que se iban juntando, marchaban hacia Loreto. ¡ Qué confusión, señor Olderico! ¡qué desorden! Por la parte del Apio se veía correr un piquete de caballería que se juntó con otras partidas que venían al trote por lo largo de la falda del collado. Los guías de Lamori-ciére, que durante la batalla permanecían apiñados bajo el vivo fuego de los cañones enemigos, al toque de retirada desfilaron hacia el Musone: carabineros a caballo, pelotones de dragones se reunieron y marcharon también hacia Loreto. Nuestros cazadores, los suizos, los cazadores alemanes, todos iban subiendo el collado de la santa Casa. —Una pregunta: ¿los piamonteses no los perseguían por la pendiente del monte de Castel-fidardo hasta la llanura del Musone? —Eh, señor Olderico, yo creo que los piamonteses tenían de sobras con las tres cargas a la bayoneta de vuestros zuavos: desde lo alto del collado yo los veía dispersarse a cada carga, y correr a ponerse a salvo a la entrada del bosque, y antes de volverse a formar aguardaban la llegada de nuevas columnas de refuerzo: y entonces pirn, pum, tiros y más tiros sobre aquellos valientes señores, de los que algunos caían muertos a cada descarga; pero firmes, ¿eh? firmes a pesar de las descargas: hacían un cambio de frente, bajaban la cabeza, y dale, otra vez carga a la bayoneta y a ensartar piamonteses como los tordos al asador: ¿y los piamonteses? Sí: ¡allá los aguardaban! Sálvese el que pueda, y echaban a correr con tal gusto, que los talones les daban al cogote sin parar hasta llegar al bosque. Pero, señor zuavo, cuando los piamonteses oyeron a los pontificios tocar retirada, respiraron; y se estaban mirándolos desde los declives del monte; pero lo que es bajar a perseguirlos, eso es harina de otro costal. ¡Aquellas bayonetas! ¡oh! aquellas bayonetas eran demasiado afiladas. Y luego yo creo que temían alguna emboscada, alguna batería cubierta, o qué sé yo. Sabían que aquel demonio de Lamoriciére no era hombre de jugar al tángano con ellos; y me dijo el cuñado, que ayer tarde en Osimo los oficiales, formando corrillos en la plaza y conversando juntos sobre la jornada, no sabían hablar de otra cosa que de la destreza, audacia y prontitud en las disposiciones de aquel grande hombre; y se mordían los labios y tiraban de los bigotes, porque se les había escapado de las manos, no sabiendo comprender que con menos de seis mil hombres contra cincuenta mil hubiese podido efectuar su plan d'e retirarse a Ancona. Otros decían: Sí; pero lo hemos obligado a huir. Los piamonteses no son los árabes del desierto, sino guerreros sin miedo.—Oh, cállate, dijo un capitán al joven teniente que pavoneaba: ¡qué valentía, diez contra uno, y aun dejar escapar de las manos al león que habíamos cogido en la red! Lamoriciére está libre y en situación de mostrarnos todavía los dientes y las uñas y darnos algún arañazo no fácil de olvidar. Mientras Olderico se complacía en oír hablar del valor de los zuavos y del glorioso éxito del general Lamoriciére que entró felizmente en Ancona, de repente se cubrió de tristeza su semblante, inclinó la cabeza, y quedóse triste y pensativo, hasta que como quien despierta de un profundo sueño, exclamó: —¿Con que, los heridos han quedado en poder de los enemigos? ¡O queridos compañeros míos! ¡o generosas e infelices víctimas de los asesinos y de vuestro valor! ¿ Con que, vosotros quedasteis abandonados en los surcos y en los fosos, gimiendo, penando y luchando con la muerte, para caer en las manos crueles de vuestros despiadados enemigos? —¿Quién ha dicho tal, señor Olderico? replicó Vicente: yo os aseguro que no es verdad. Yo mismo desde la cima del monte he visto a los pontificios recorriendo la pendiente en busca de sus heridos, y a medida que se iban retirando los llevaban en brazos, a cuestas, o formaban unas angarillas con dos fusiles y los trasladaban a la ribera del Musone, donde habían plantado unas tiendas para los que fueron heridos en los primeros encuentros. Y aun debéis saber, que al retirarse a Loreto, los colocaron sobre carros y así los pusieron a salvo. ¡Pobrecitos! casi todos eran zuavos, y yo los distinguía de lejos por el uniforme gris y el kepis, aunque muchos llevaban la cabeza vendada. Mientras Vicente refería a Olderico los compasivos sucesos de los heridos, oyóse la voz de Petronila que llamaba a Vicente. —¡Ah! dijo Bernardo, la muchacha ha vuelto, llámala, que nos contará lo que ha visto en Loreto, y di a Cecilia que ponga pronto la olla al