PAISAJE DE BAJA CALIFORNIA Por el Ing. Adalberto Walther Meade por andró maurois de la Academia Francesa La conversación de los técnicos me place, porque me instruye. También he escuchado con interés, hace unos dias, la conversación de dos jefes de empresa. Uno dirige una fábrica de telas, el otro una gran tienda. —Yo me pregunto, dice el primero, adonde se va el dinero... Los franceses ganan bien su vida. Hay pocas huelgas. Sin embargo, nuestros clientes compran poco. La industria textil atraviesa una crisis. El marido se contenta con su vieja americana, la esposa con la ropa del año pasado. Si emito acciones para un aumento de capital, de que tengo gran necesidad para mis inversiones, encuentro difícilmente suscriptores. ¿Qué diantes han hecho con todas sus economías? —¿Dónde están, dice el otro, todas las economías? Sus necesidades aumentan. Adquieren un automóvil, una televisión. La Bolsa baja a menudo. ¿Por qué va a suscribir nuevas acciones un hombre que viene de perder sumas importantes? El jugador escaldado le teme a los negocios, aun a los buenos. Guarda su dinero líquido, o se lo gasta en viajes de vacaciones. O quizá compra una pequeña casa de campo, muebles, cuadros, valores que parecen más seguros. —Todo eso está bien, dice el primero, pero yo tengo que renovar mi material rápidamente. Los alemanes y los holandeses, que son nuestros competidores, renuevan sus maquinarias. Tenemos que imitarles o desaparecer, pues no tengo márgenes de ganancias que me permitan invertir yo mismo. Para luchar en el Mercado Común, cuando nuestras cargas sociales son más elevadas que las de nuestros rivales, yo vendo casi a precio de costo. ¿Cómo haré reservas? Alguien dice: ‘Rebajé el precio de fabricación’. Este es un circulo vicioso. Para reducir el precio de fabricación tengo necesidad de maquinaria nueva. Para comprar maquinaria nueva, necesito dinero. ¿De dónde vendrá éste?”. Yo me atrevo, siendo un profano en la materia, a intervenir en la conversación: —El dinero, digo, vendrá del público, el día en que le déis esperanza. En este momento, qué es lo que le decís: “Aportad el capital, nosotros os daremos un interés de dos por ciento y tendréis una buena probabilidad de perder una parte de vuestro capital”. Los que han ahorrado no se precipitan a vuestras ventanillas. Uno les comprende. ¿Prefieren viajar? Sin duda. Un placer que se disfruta vale más a sus ojos que un ingreso que no tocará quizá jamás. Ofrecedles obligaciones que rindan un interés conveniente y eximido, hasta cierta suma, del impuesto progresivo. Entonces les veréis aparecer de nuevo. —Habláis a vuestro gusto. El servicio de esas obligaciones cuesta caro y no tengo el poder de acordarles ventajas fiscales. . —Ciertamente. Pero el gobierno desea que vuestras máquinas trabajen y os ayudará. Tiene razón para frenar una inflación que se hace peligrosa, como lo aprobó justamente el alza demasiado grande de la Bolsa. Solamente, el golpe del freno produce los efectos de que os quejáis. Vendrá empero el momento de reponer el vapor. Tened por cierto que esto será hecho. Lo posible está siempre cerca de lo necesario. ' Sois ciertamente optimista ... —Yo soy optimista por principio. Uno no debe ir jamás contra su propio país. Sobre todo, soy optimista porque creo en la potencia de la voluntad humana. El mundo económico es un océano: tiene sus tempestades, como todo océano. Pero el navegante experimentado no contempla la tempestad sin hacer nada. Maniobra, mo-dihca su ruta y así, recupera el buen tiempo. La pequeña mala venta que sufrís no carece de remedio. Buscadlo, de acuerdo con los bancos, los ministerios y los sindicatos. Lo hallaréis. El barco FRANCIA es buen marinero. La Region de los . CIRIOS 8S! A Por Eduardo Rubio Cuando Lloran los Chinos No fué posible, el Coronel Canté, retener la inmigración de compatriotas de todos los Estados que con tanta ansia había buscado para poblar aquel entonces desolado Valle. La soledad de los montes, refugio de alimañas y culebras, el sol abrasador, inclemente y cruel, las brechas polvorientas y cenizas, estrujaban el alma de aquellos primeros conquistadores de una tierra que parecía sin porvenir. Sólo la fe, la obstinación de Canté, lo hacían vislumbrar paisajes donde todo era agobiante monotonía. Sólo unos cuantos nativos, del norte y del sur de la Peninsula, permanecían fieles, aferrados, enraizando sus almas y sus cuerpos en aquellas soledades, sin principio y sin fin. Allá, a lo lejos, en medio de la sabana gris, la pétrea mole del Cerro Prieto era una atalaya embriagada de horizontes. Abajo, por entre la esmeralda de los gramales, rugían las aguas tumultuosas del Rio Colorado, que brincando los cauces, lamían la carne blanca de las raíces del sauce, del pino salado, del mezquite, del chamizo rodador, cobarde y huidizo. Y la tierra cálida, y la tierra hémeda, era como una virgen en el ansia infinita de la entrega. Y un día vinieron los chinos, a dialogar con el Valle. Extraños giros, nunca antes escuchados, rompieron el silencio de los montes. Las bestias trituraron los macizos terrones. Y ni el sol abrasador, ni la soledad inclemente, ni el crótalo traidor, arredraron a aquellos nuevos colonizadores, pálidos y frágiles, dulces y nobles, tan semejantes a nuestros indios en la calmada resignación, en la predisposición para el sufrimiento, para las privaciones, para el humano sufrir. El viajero que se aventura por la brecha transpeninsular, la futura carretera que anhela Baja California, hace escala obligada en su recorrido al Territorio Sur en el poblado denominado El Rosario, lugar necesario para el reaprovisionamiento y descanso. Reanudado el viaje, observa en el paisaje una transición vegetativa. El típico chaparral de las regiones semiári-das se transforman en la escasa vegetación que caracteriza a la zona semidesér-tica que termina hasta la proximidad de la vieja Misión de San Ignacio Kadakaa-man. Es el área que Homer Ashmann, en erudito estudio, denomina como el Desierto Central de la Baja California. No suele llover ahí con frecuencia. A veces ni en todo el año, hasta que sobreviene un chubasco de los gráficamente denominados aguaceros del desierto, que parecen hacer caer súbitamente lo que no ha llovido en largo período. Forzado es el ciclo pluvial en estas condiciones, ya que la mayor parte de la precipitación es retenida por el ávido suelo para hacerla fluir con lentitud. Aunque el terreno no es precisamente plano y no escasean las elevaciones montañosas, no hay lugar siquiera a pequeñas corrientes permanentes o manantiales. De pronto, al transponer la zona comprendida entre los paralelos 28 y 29 se presenta la región de los cirios, que inspira admiración por su belleza y que debería ser considerada como parque nacional. El paisaje es imponente. El clarísimo cielo azul hace resaltar la alargada silueta de tan extrañas cactáceas que parecen emerger del suelo para otear el horizonte a alturas de doce metros o más. Su color es verde amarillento, se adelgazan hacia la punta y están revestidas con penachos de espinas, entre las cuales aparecen esporádicamente algunas hojas. Las flores, de un color blanco amarillento, asemejan la flama de un cirio. De ahí debe de haber venido tan castizo nombre. Es el famoso Idria Columnaris, plan- ta de especie endémica y curiosa, perteneciente a la familia de las cactáceas suculentas, término botánico este último que indica adaptación al terreno, el Ce-reus de la sistemática actual, cuya adaptación morfológica le permite sobrevivir en condiciones extremas. Nace entre las piedras, sobre terreno formado por arena granítica y tierra de aspecto ferruginoso ñor la oxidación. Los cirios han sido siempre objeto de admiración para quienes visitan Baja California. No hay relación de viaje que no los mencione en forma muy especial. El eminente botánico mexicano recientemente desaparecido Maximino Martínez las considera como plantas las más extrañas del mundo y además, exclusivas de esa región. Determina los factores que pueden inteiwenir en su definitiva localización y retiene la impresión vivida que los cirios producen a toda persona que los contempla. Llevó consigo a la capital mexicana una media docena de pequeños cirios para tratar de aclimatarlos. Se ignoran los resultados, si bien advierte el Profesor Martínez que serían necesarios unos 150 años para que alcancen una estatura promedio. Ulises Irigóyen, en su interesante o-bra “Carretera Transpeninsular de la Baja California", ya clásica entre las relaciones de viaje, describe al Cirio y anota el nombre de Milapá que se le asigna regionalmente. Reid Morán, el concienzudo investigador del Museo de San Diego, especialista en la botánica bajacaliforniana que dedica un promedio de dos meses al año a sus recorridos por la península, decidió en la más reciente caminata recoger es-gecímenes de los lugares más recónditos. II resultado fué que habiendo iniciado la expedición en vehículos de lo más apropiado, hubo de regresar a lomo de muía pero trayendo, eso sí, valiosa información cuyos resultados expondrá a fines del presente mes de Octubre en el muy im- portante ciclo de conferencias sobre Baja California que ha organizado la Universidad de California. Los dias suelen ser muy despejados en esa región, donde prevalecen elevadas temperaturas. La noche es igualmente despejada y serena. A partir de la medianoche, suele cubrirse el desierto con espeso manto de neblina, que al disiparse lentamente conforme amanece forma delgada película húmeda que es absorbida por las plantas, cuyo aparato fisiológico les permite elaborar un resistente mucí-lago que evita la pérdida excesiva de agua durante la transpiración. Una prolongada sequía puede producir agotamiento del agua que tan celosamente guardan 1 a s cactáceas en la intimidad de sus tejidos, y hacer sobrevenir penosa agonía que revelan las retorcidas formas de las plantas próxipias a la extinción. El primer chubasco las revive, se hinchan al absorber humedad, se inicia nueva etapa de crecimiento y pronto florecen para dar lugar a la fecundación que sucede a la transmisión del polen por los insectos. Después de la flor viene el fruto, con la semilla que permite la continuación de la especie. Prosigue el cirio su difícil existencia, soportando sequías que suelen ser dilatadas y de las cuales emerge orgullo-sámente para proporcionar al subyugante paisaje un carácter majestuoso pleno de esa belleza que sólo es posible admirar en el semidesierto bajacaliforniano, que compensa con creces la soledad y el impresionante silencio que impera en tan extraños parajes, verdadera isla botánica que parece esperar el paso del viandante para ofrecerle uno de los regalos visuales más grandes que pueda haber en la Naturaleza. Al caer la tarde encienden los postreros rayos del sol las flamas en los penachos de los cirios, como ofrenda que parece elevarse sobre el paisaje peninsular agreste y bravio. Luego, al otro lado de la vía, se formó la colonia. A poco, enormes tiendas de exóticas mercaderias abrieron sus puertas. Allí se encontraban, desde el aristocrático nido de golondrina, hasta el humilde, proletario frijolito del chop suey. Desde la espinosa carpa, hasta los delicados pescados en aceite que venía directamente de Hong Kong. Y para los que gustan de los “saladitos”, en grandes frascos de vidrio, había infinitas variedades con gustos diferentes, desde los comunes, hasta los de grato sabor a clavo, a gengibre, avinagrados, picantes, amargos, en fin, una escala de sabores por prolijos inclasificables. Había dos boticas con medicamentos y hierbas genuinamente chinas, y se abrieron los restaurantes con los exquisitos, inigualables platillos orientales. Y habla teatro chino, para representaciones dramáticas con artistas llegados desde aquellas legendarias tierras, y se exhibían películas, de aquellas mudas de entonces pero también con ademanes y gestos chinos . . . . Y en toda aquella manzana que encerraban las calles hoy Reforma, Altamirano, Juárez y Azuela, vivían miles y miles de chinos, de todas las clases sociales, ricos y pobres, jóvenes y viejos, de los que ya tenían tiempo en Mexicali y los recién llegados, con sus raras indumentarias y hasta con su “trencita". Era una nueva China en el corazón de Mexicali. Se le llamó La Chinesca. Estalló el incendio. Terrífico, desvastador, implacable. Las frágiles construcciones, en su mayoría de madera, eran fácil pasto de las llamas. El fuego se desprendía de una casa para hacer presa en la otra. Al rato, toda la manzana de construcciones, de viviendas, ardía envuelta en llamas, entre espesos nubarrones de humo y de pavor. Una pira gigantesca, impresionante, de caracteres dantescos, iluminaba a todo aquel condolido Mexicali de entonces. Los chinos, atrapados por las llamas, perecían abrazados en los subterráneos de sus viviendas. Otros lograban escapar de la diabólica hoguera y se refugiaban en las casas de enfrente, entre la multitud de curiosos que presenciaban el incendio, cubiertos apenas con el miserable harapo que lograron atrapar antes de emprender la huida de aquel infierno. Allí, cientos de chinos, de aquellos que quedaron sin hogar, sin sus pertenencias, acaso con hermanos y parientes horriblemente carbonizados, destruido el producto de su trabajo, el premio de sus desvelos, la recompensa de sus afanes, allí, frente al incendio pavoroso, veían consternados como las llamas lamían, voraces, lo éltimo que quedaba de su querida colonia, de su nueva China, de su ya famoso barrio “La Chinesca'1. . . . Hoy, apenas los hijos, los nietos de aquellos infehees, que un día llegaron a Mexicali a conquistar sus campos, escuchan de labios del abuelo, la historia terrible del día aquel en que lloraron los chinos...... Hoy, no existe ya la chinesca, ni nadie la llama ya por ese nombre. Tumbaron los chinos las bardas de sus casas, y dejaron su aislamiento y su hermético vivir. Han formado numerosas familias y son parte potencial de una comunidad que marcha hacia el progreso. Ni boticas chinas, ni tiendas exclusivas de mercadería de allende el Pacífico. El Chino, trabajador y honrado, noble y bueno, forma hoy una colonia unida, progresista, que inclina sus actividades al comercio, a la industria, a la agricultura. Aquel silencioso, sombrío, oscuro callejón de la chinesca, donde estaban las fondas de los chinos y donde por vez primera comí el arroz blanco, la gallina al vapor con hongos, las carnitas coloradas y el pato con "juguito”, se acabó también con el incendio. Hoy, elegantes restaurantes de fama internacional son los que suplen a aquellos que antaño saciaron mi glotonería. Pero cuando voy a esos restaurantes elegantes, a atracarme con las viandas de hoy, no deja de picarme en el paladar, el recuerdo de aquellas comidas que entonces, sí, tenían un sabor auténtico chino...........