I viese al mundo, debieran crucificarle otra vez—.rugió Raquel, con luz siniestra en la mirada. Sófora, sin alternar en la disputa, guardaba en su corazón las palabras de su padre. Salía éste, la siguiente . mañana, a un viaje corto, para vender por los castillos circunvecinos sus mercancías preciosas, entre las cuales, no sin indignación de Ra-' quel, iban rosarios de oro y misales encuadernados en piel arábiga y, a--compañando Sófora hasta fuera del pueblo al traficante, conversaron, libres de la vigilancia de Raquel.. —Mi amiguita cristiana es muy buena—afirmaba Sófora.—¿Por qué dice mi madre que todos los cristianos son lobos, canes y buitres? —Sófora—respondía el hebreo,—• ese odio que tu madre se complace en cultivar, y que a su vez nos profesan muchos cristianos, sera nuestra perdición. No: lo ha sido» ya. Por obra de ese odio feroz, vagamos sin patria y aislados como leprosos, donde quiera que nos lleva el destino. Tu madre me aflige, me envenena el pan, con la maldición incesante colgada de los labios. Lejos de condenar a los cristianos, ya que entre ellos vivimos, debemos hacer lo posible para unirnos a ellos, (para hermanar nuestras almas. Oye un secreto, hija—articuló bajando la voz, aun cuando el arriero, con la reata de muías cargadas de fardos, caminaba muy adelante.—“Esos odios son propios de gente baja. Nuestro Rá- bido piensa eomo yo, aunque no lo dice, por temor a que lo apedreen. Y, ¡esto importa mucho, Sófora! A-tiende un consejo que voy a darte: ¡Guárdate de tu madre! ¡Es capaz-.___quién sabe de qué! Yo es- taré de vuelta el sábado próximo. La ausencia del padre coincidía con la Semana Santa. Raquel, que evitaba las fiestas de los cristianos, todos los días, desde la mañana salía a vigilar algunos trabajos agrícolas en una granja que poseían allí cerca. Sófora quedaba al cuidado de la casa, con orden expresa de no abandonarla un momento. Y la niña obedeció, hasta el Miércoles Santo, en que un deseo- impetuoso agitó su espíritu, como agita el viento las parvas en la era. Queria asistir a las ceremonias religiosas en honor de Rabí Jesús. Queria saber cómo era su culto, cómo narraban en el templo su historia. su martirio. Y fué a pedir a su amiga, la panadera, ropa humilde de cristiana. Vistióse la doncella isrealita en casa de su amiga, y ambas penetraron en la iglesia conventual, colocándose al pie del presbiterio. Iban a comenzar los oficios. Sófora, fascinada, miraba el retablo, .recientemente colocado, resplandeciente, con sus dorados nuevos, flamígeros, y sus frescas pinturas, obra de lo que hoy llamamos un primitivo— pues esta historia es contemporánea del arte que enseñaron los Van Eyck—. Alli estaba, en las tablas primorosas. Rabí Jesúa, en todas las escenas de su vida terrenal: en brazos de su madre, en ta gloria de las Palmas, en la senda de la Cruz, en el patíbulo, y por "último, dulce y pensativo, triunfador, con el cabello partido en bucles, los ojos abismales, y entre dos dedos de la alzada, bendecidora mano, la blanca Hostia... El relato de la Pasión empezaba. Era la traición de Judas, las palabras de Isaías: “Decid a la hija de Sión que su Salvador viene"___Y la rui- na de Jerusalén, y el relato de la celebración de la Pascua, y la oferta del Cuerpo y de la Sangre, y luego, la hora de agonía en el Huerto, y el Prendimiento sellado con el beso de traición, y los azotes, y el escarnio. Sófora, extática, bebia el amargor celeste del drama, antes para ella ignoto. Ansiosamente, supljcó a su amiga que, por la tarde, volviesen al Oficio de Tinieblas. Y como lo hubiese obtenido, los Salmos cayeron sobre su alma, los Salmos que ya conocía, pero cuyo sentido creía ahora entender por primera vez. Las lamentaciones y trenos arrancaron de sus ojos lágrimas puras. Medio desvanecida de emoción, tuvo su amiga que sacarla de la iglesia, vestirla otra vez y acompañarla hasta su casa. En el zaguán esperaba a Sófora la sierva de su madre, la vieja Sara, alborotada, haciendo aspavientos^ —¿Dónde eras ida, hija Sófora? Te