SUEÑO DE REDENCION Era un claro patio, abierto, bajo el azul, enlosado de mármol. A cada lado se alzaba un armario en forma de terraza, fresca y sonora como el claustro de un monasterio. Al fondo de la arquería, al frente del austero frontispicio del Palacio, se extendía un velario de estofa escarlata con franjas de oro, proyectando una sombra cuadrada y dura: dos mástiles de palo de sicómoro rematados en una flor de loto"* le servían de sustento. Allí se aglomeraba la multitud, confundiéndose las túnicas de los fariseos, orladas de azul; el rudo sayón de estameña de los obreros, sujeto y apretado por un cinturón de cueros; los amplios albornoces de listas blancas y cenicientas de los hombres de Galilea, y la capa carmesí de los mercaderes de Tiberiades. Algunas mujeres, fuera de la sombra del velario, alzadas en la punta de las chinelas amarillas, extendían por cima del rostro, contra el sol, la punta de sus mantos ligeros. De aquella multitud brotaba un intenso olor a sudor y a mirra. Más allá, por encima de los blancos turbantes apiñados, relucían al sol los extremos de las larTzas. Y en el fondo, sobre un solio, un hombre, un magistrado envuelto en los nobles pliegues de una toga pretexta, más inmóvil que un mármol, apoyaba en el puño fuerte su barba espesa y gris. Los ojos parecían indolentemente adormecidos; una cinta escarlata le sujetaba'los cabellos;.y por dentro, sobre un pedestal que servía de respaldo a su silla curul, la broncínea figura de la Loba Romana abría la boca voraz. Pregunté a Topsius quién era ese magistrado melancólico. —Cierto Poncio, llamado también Pilatos, que fué prefecto en Batavia. Lentamente caminé hacia el patio, procurando, como en un templo, apagar todo lo posible el ruido irrespetuoso de mis pasos. Un grave silencio caía del cielo rutilante; sólo a veces, del lado de los jardines, se oía, áspero y triste, el alarido de los pavos reales. Extendidos en el suelo, junto a la balaustrada del claustro, los negros dormían con el vientre al sol. Una vieja contaba monedas de cobre, acurrucada delante de su cesta de fruta. En los andamies puestos sobre una columna, unos albañiles compo-. nían un tajado. Y los niños, en les rincones, jugaban con sus discos de hierro. En un espacio con pavimento de mosaico, delante del solio donde se erguía la Loba Romana, Jesús estaba de pie qon las manos cruzadas suavemente, amarradas por una cuerda que caía hasta el suelo. Un largo albornoz de lana gruesa con listas pardas orlado de, franjas azules, descendía hasta sus sandalias, sujetas por correas, y ya gastadas en largas peregrinaciones por el desierto. No ensangrentaba la cabeza esa inmunda corona de espinas que yo había leído en los Evangelios. Lucía un turbante blanco, hecho con una faja de lino enrollada, cuyas puntas flotaban sobre sus hombros. Los cabellos secos echados por detrás de la oreja, caían en anillos por su espalda, y en su rostro flaco, requemado, bajo las espesas sobrecejas unidas, en un solo trazo negreaba como una profundidad infinita el resplandor de sus ojos y* la ondulación de su barba caracoleada y aguda. No se movía, fuerte y sereno delante del pretor. Sólo algún estremecimiento de sus manos presas traducían el estremecimiento de su corazón,, y a veces respiraba largamente, como si su pecho, acostumbrado al libre y claro aire de los montes y lagos de Galilea, se sofocase entre aquellos mármoles, bajo el pesado velario romano, en la estrechez formalista de la Ley. A un lado Sareas, vocal del Sanhedrin, después de haber dejado en el suelo su báculo de oro, iba desenrollando y leyendo una obscura tira de pergamino con un murmurio monótono y somnoliento. Sentado en un escabel el asesor romano, sofocado por el calor del mes de Nizam, refrescaba con un abanico de hojas secas su tez rapada y blanca como un yeso; ún escriba, viejo y necio,-en una mesa de piedra llena de tabularlos aguzaba minuciosamente sus cálamos, y entre ambos, el intérprete, un fenicio imberbe, sonreía con la faz al aire y las manos en la cintura. Constantemente, en torno del velario, volaban ban-dadadas de palomas. Así yo vi a Jesús de Galilea preso delante del pretor de Roma...... En tanto Sareas, des- pués de arrollar en torno de la varita de hierro el obscuro pergamino, saludó a Pilatos, besó una campanilla sobre el dedo para marcar en sus labios el sello de la verdad, e inmediatamente empezó su arenga en griego, llena de citas de textos y rastreras adulaciones... Su voz cascada y larga rodaba interminablemente. Yo bostecé debajo de su rostro, sentado en las Posas; dos hombres comían tamaras de Batara. Pilatos, con la mano sobre el puño, miraba somnolientamente sus borceguíes de escarlata, salpicados de estjellas.de oro. Y Sareas ahora proclamaba los derechos del templo. El era el orgullo de la nación, la morada predilecta del señor. ¡César Augusto le había ^portado escudos y vasos de oro a ese templo. ¿Cómo lo respetaba el Rabí? ¡Amenazando destruirlo! “¡Yo derrocaré el templo y lo levantaré en tres días!” Testigos piadosos, oyendo esta ruda impiedad, se cubrieron las cabezas de ceniza, para aplacar la cólera... La blasfemia arrojada al santuario, llegó hasta el seno de Dios. Bajo el velario, los fariseos, los escribas y los “netenius” del templo, esclavos sórdidos, susurraban como agrestes arbustos que el viento comienza a agitar. Jesús permanecía indiferente, abstraído, con los ojos cerrados, como para aislar mejor su sueño continuo y hermoso, lejos de las cosas duras y vanas que lo rodeaban. El escriba apareció nuevamente, más rojo que antes al lado del Rabí y de los guardias del templo; veía a Sareas perfilarse recostado, en su báculo. Después, entre el brillo de las armas surgieron las varas blancas de los lic-tores; y otra vez Poncio, pálido y pesado, en su amplia toga, subió las gradas de bronce, regresando a su asiento curul. • . El silencio era tan grande, que se oía el eco de las bocinas a lo largo de la torre Mariana. Sereas desenrolló un obscuro pergamino, extendiéndolo sobre la mesa de piedra, entre los tabularlos; ¡y yo vi las manos gordas y pesadas del escriba trazar una rúbrica, estampar un sello bajo las líneas bermejas que condenaban a muerte al Rabí de Galilea, Jesús, mi Señor! Después, Poncio Pilatos, con una dignidad indolente, levantando levemente el brazo desnudo, confirmó en nombre del César la sentencia del Sanhedrin, que juzga en Jerusalén. Inmediatamente Sareas, tirando sobre el turbante la punta de su manto, quedó en oración, con las manos abiertas hacia el cielo. Los fariseos triunfaban; junto a nosotros, dos muy viejos, mesábanse las largas barbas blancas; otros sacudían en el aire los bastones, o lanzaban sarcásticamente la aclamación forense de los romanos: “Bene et belle! Non potest melius!” Mas de súbito el intérprete apareció encima de un escabel. La turba enmudeció sorprendida; y el fenicio,