to, nada en el mundo podría impedirle que la concluya. ¡El billar! ea el flaco de ese guerrero. Vedlo, como en la batalla, de gran uniforme, con el. pecho cu-bierno de placas, la mirada brillante, los pómulos encendidos, con la animación que d^n la comida, el juego, los grogs. Rodéanle sus ayudantes, serviciales, respetuosos, pasmándose de admiración a cada uno de sus tacazos. Cuando el Mariscal hace un tanto se precipitan todos hacia el contador; cuando el Mariscal tiene sed, todos quieren prepararle el grog. ¡Es una de tropezarse charreteras y plumeros, un entrechocamien-to ruidoso de cruces y cordones! Esto, y el ver todas esas lindas sonrisas, esas finas reverencias de cortesanos, tantos galones bordados y uniformes nuevos, eñ aquel salón alto con maderaje de roble en las paredes, con vistas a grandes jardines y patios de honor, todo esto recuerda los otoñas de Compiegne y distrae reposadamente de la vista de los capotes sucios que se aburren allá abajo a lo largo de los caminos, y forman grupos tan sombríos bajo la lluvia. El compañero de partida del Mariscal es un Capitán de Estado Mayor, encorsetado, con el pelito rizo, con guantes claros, de primera fuerza en el billar y capaz de vencer a todos los Mariscales de la tierra; pero que sabe mantenerse a una respestuo-sa distancia de su Jefe y pone todo su empeño en no ganar, cuidándose de no perder con excesiva facilidad tampoco. Es lo que se llama un oficial de porvenir.... Atención joven, fijarse bien: el Mariscal tiene quince tantos y usted tiene diez. Se trata de ir llevando así la partida hasta concluirla; y esto servirá más para los ascensos de usted que si estuviese ahi fuera con los otros, bajo esos torrentes de agua que anegan el horizonte, ocupado en manchar el bonito uniforme de usted, en deslustrar el oro de sus cordones y esperar órdenes que nunca llegan. Es una partida interesante de verdad. Corren las bolas, se rozan, cru- zan sus colores. *Las bandas devuelven bien la bola, el tapete se calienta.....De pronto ilumina el cielo el fogonazo de un cañón. Un ruido sordo hace retemblar las vidrieras. Todo el mundo se estremece; miranse con inquietud. Por supuesto, el Mariscal es el único que no ha visto nada, ni oído nada: inclinado en la mesa de billar está absorto preparando un retroceso. ¡Son su fuerte los retrocesos!..... Ved: un nuevo fogonazo,, luego otro. Los estampidos de cañón se suceden, se precipitan. Los ayudantes corren hacia las ventanas. ¿Será que los prusianos atacan? —Pues bueno, que ataquen, dice el Mariscal dando tiza al taco.—Capitán, a usted le toca tirar. El Estado Mayor tiembla de admiración. Turena, dormido sobre su cureña, no es nada junto a este Mariscal, delante de la mesa de billar en el momento del combate......... en- tretanto, redobla el estrépito. A los estampidos del cañón siguen los des-garramentos de las ametralladoras, los redobles del fuego por compañías. Al final de las praderas artificiales suben unos vapores rojos con bordes negros. Todo el fondo del ^parque está abrasado. Los pavos reales y los faisanos despavoridos, claman en la pajarera; los caballos árabes, al oler la pólvora, se encabritan dentro de sus cuadras. El cuartel general comienza a conmoverse. Partes sobre partes. Los portapliegos llegan a rienda suelta. Piden que vaya el Mariscal. No hay quien se acerque al Mariscal ¡Cuando les decía yo a ustedes que nada podría impedirle que acabase su mesa!, —“Capitán, a usted le toca tirar." Pero el Capitán sufre distracciones. ¡A pesar de todo, lo que es ser joven! Hétele que pierde la cabeza, olvida el juego y hace de un tirón dos series, que casi le dan ganada la partida. La sorpresa, la indignación estallan en su rostro varonil. Precisamente entonces cae reventando en el patio un caballo que llegaba a todo galope. Un Ayudante, cubierto de barro forza la consigna y sube de un salto la escalinata: ¡Mariscal, Mariscal!.. Hay que ver como se le recibe.... Hinchado de cólera y rojo como un gallo, el Mariscal aparece en la ventana, con su taco en lugano: —¿Qué hay?.... ¿Qué pasa?.... ¿Es que no hay centinela aquí? —Pero, Mariscal... —Bueno... En seguida. Que esperen mis órdenes..... Y la«ventaná se vuelve a cerar con violencia. —¡Que esperen sus órdenes! Eso es lo que hacen los infelices. El viento les arroja la lluvia y la metralla los azota a rostro descubierto. Batallones enteros son aplastados, mientras otros permanecen inútiles, arma al brazo, sin poder darse cuenta de su inacción. No se hace pada. Se esperan órdenes. Mas como no hacen falta órdenes para morir, caen hombres a centenares tras de las malezas, dentro de los fosos, frente al gran castillo en silencio. Hasta caídos aún los destroza la metralla; y por sus abiertas heridas corre sin ruido la sangre generosa de los soldados... Allá arriba, en la sala de billar, también se baten con calor, terriblemente: el Mariscal ha vuelto a avanzar, pero el capitán se defiende como un león.... ¡Diez y siete! ¡Diez y ocho! ¡Diez y nueve!... Apenas hay tiempo de marcar los tantos. Se acerca el estruendo dé la batalla. Al Mariscal no le falta más que uno para ganar. Empiezan a caer granadas en el jardín. Estalla una encima del estanque. El espejo se hiende; un cisne despavorido nada entre un remolino de plumas ensangrentadas. Es el último cañonazo. Ahora, un gran silencio. Nada más que la lluvia que cae en los soti-llos, un atronamiento confuso en la falda de la colina y por los caminos empapados, algo asi como el pateo de un rebaño que marcha a escape... El ejército va en plena derrota. El Mariscal ha ganado' la partida. Alfonso DAUDET. J-R VELAS