EL LOBO POR GUY DE MAUPASSANT Traducido para REVISTA MEXICANA, por Raúl Barragán y Sierra. He aquí lo que nos refirió el anciano Marqués de Arville al llegar a su término la comida de Sn. Huberto, en casa del Barón des Ravels. Se había acosado un ciervo, durante el dia. El Marqués era el único dé los convidados que no había to-- mado parte en la persecución, porque no cazaba nunca. Mientras duró la gran comida, casi no se había hablado más que de carnicerías de animales. Las mujeres se interesaban en los relatos sanguinarios, y a menudo inverosimiles, y los narradores imitaban los encuentros de hombres y fieras levantando los brazos y contando con voz tonante. El señor de Arville hablaba bien; con cierta poesía un poco rimbombante, pero llena de efecto. Debía haber referido a menudo esa historia; pues la relataba con facilidad, sin vacilación en las palabras, elégidas hábilmente para dar la imagen. —Señores: yo no Jie cazado nunca; mi padre, tampoco; tampoco mi abuelo, y mi bisabuelo tampoco. Este último era hijo de un hombre que cazó más que todos vosotros; murió en 1764, os diré cómo. Se llamaba Juan; se había casado; era padre del niño que fue mi bisabuelo, y habitaba con su hermano menor, Francisco de Arville, nuestro castillo de Lorena, en pleno bosque. Francisco de Arville había permanecido soltero por amor a la caza. Cazaban ambos, del principio al fin del año, sin reposo, sin cansancio, sin interrupción. No amaban, no comprendían otra cosa; no hablaban más que de ello, y no vivían sino para ello. Tenían en el corazón esta pasión terrible, inexorable. Les incendiaba; les invadía por completo sin dejar sitio a otra ninguna. Habían prohibido que se les molestase durante la caza por ningún motivo. Mi bisabuelo nació mientras su padre perseguía un zorro y Juan de Arville no interrumpió su carrera; pero juró: ¡voto al diablo! ¡Ese bribón debería haberse esperado hasta el postrer toque de cazal Su hermano Francisco parecía más apasionado aún que él. Desde que saltaba del lecho iba a ver a los perros, luego, los caballos, y después tiraba a los pájaros al derredor del castillo, mientras era llegada la hora de partir a la persecusión de alguna poderosa bestia. Se les llamaba en la comarca “el señor Marqués’’ y “el menor;’’ pues los nobles de entonces no procedían como los de ahora, nobleza de ocasión que pretende establecer en los títulos una jerarquía hereditaria; porque el hijo' de un marqués no es un conde, ni el hijo de un vizconde, barón, así como el hijo de un general no es coronel de nacimiento. Pero la mezquina vanidad de hoy en dia se aprovecha de tales arreglos. Vuelvo a mis antepasados. Eran, según parece, desmesuradamente grandes, huesudos, violentos, velludos y vigorosos. El menor, más alto aún que su hermano, tenía una voz tan fuerte, que al decir de una leyenda que le llenaba de orgullo, todas las hojas del bosque se estremecían cuando gritaba. Y cuando ambos se aprestaban para partir de cacería, debía ser un soberbio espectáculo ver a los dos gigantes, ginetes en sus grandes caballos. Pues bien: a mediados del invierno de aquel año de 1764, los fríos fueron excesivós, y los lobos se hicieron feroces. Llegaban hasta atacar a los campesinos rezagados; rondaban por la noche en derredor de las casas; ahullaban desde el ocaso hasta el alba, y despoblaban los establos. Y pronto circuló un rumor. Se hablaba de un lo^o colosal, de pelaje gris, casi blanco, que había devorado él brazo de una mujer, estrangulado a. todos los perros pastores de la comarca, y que penetraba sin miedo en los cercados, para ir a buscar bajo tas puertas. Todos los habitantes afirmaban haber sentido su aliento, que hacía vacilar la llama de tas bujías. Y por toda la provincia se extendió pronto el terror. Nadie se atrevía a salir desde que caía la tarde. Las tinieblas parecían atormentadas por la imagen de la fiera........ Los hermanos de Arville resolvieron encontrarla y matarla, y convidaron a grandes partidas de caza a todos los gentiles hombres del lugar. Fue en vano. Por más que batiéron los bosques y registraron los matorrales, no lo encontraban nunca. Mataban lobos; pero no aquel. Y cada noche en que se proseguía la batida, el animal, como para vengarse, atacaba a algún viajero o devoraba alguna res, siempre lejos del sitio en que lo hablan buscado. Una noche, en fin, penetró en los chiqueros del castillo de Arville, y devoró los dos cerdos mejor cebados. Los dos hermanos montaron en cólera, considerando tal ataque como una bravata del monstruo, como una injuria directa, como un desafío. Dispusieron todos sus fuertes perros acostumbrados a seguir la pista de los animales temibles, y se lanzaron a la caza, con el corazón rebosante en furor. Desde el alba, hasta la hora en que el sol rojizo desciende tras los grandes árboles desnudos, batieron la espesura sin encontrar nada. Al fin, ambos, desolados y furiosos, regresaban con los caballos al paso, por un camino bordeado de malezas, y se asombraban de su ciencia burlada por aquel lobo, asaltados de pronto por una especie de misterioso temor. El mayor decía: , —Este animal no es como todos. Se diría que piensa como un hombre. El menor replicó: —Tal vez sería bueno bendecir una bata por nuestro primo el Obispo, o suplicar a algún sacerdote que pronuncie tas fórmulas necesarias. Después se callaron. Juan exclamót —Mira que rojo está el sol. El gran lobo va a causar una desgracia esta noche. No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando su caballo se encabritó; el de Francisco se puso a dar coces. Un ancho zarzal cubierto de hojarasca se abrió ante ellos, y un enorme animal, completamente gris, surgió de improviso y huyó a través del bosque. Ambos lanzaron una especie de rugido de gozo;