16 EL ATENEO REVISTA ESTUDIANTIL E1L MAESTRO FLORIANl (Viene de la pág. 10) entumecidos va a darme su lección peor que nunca.» Subí las escaleras a toda prisa; ya deseaba sentir un poco de calor; y como en los corredores hacía un viento tan frío, me apresuré a llegar a la clase. Al fin llegó a ella: abrió la puerta y entró. Pero ...¿qué veo? La clase siempre tan silenciosa y tranquila, ahora estaba resuelta; nadie en su asiento de costumbre; todos hablando, y lo que míts me llamó la atención, fue la ausencia del Maestro. ¿Qué había sucedido? Al verme, todos prorrumpieron en una exclamación: Al fin llegas: sólo a tí esperábamos ya. Sólo a mí me esperaban ¿qué quería decir todo aquello? Pero ¿qué sucede? les pregunté asombrado. Nada, casi nada, me contestó con voz dolorosamente sarcástica u^o de los compañeros; poca cosa: que el maestro Floriani parte para Francia, donde le llaman para dar una clase en el Conservatorio de París, y nos deja: ya ves, poca cosa. Y a continuación, sin dejarme tiempo de hablar, me enseñó una tarjeta del Maestro en laque nos anunciaba su partida y ala vez nos suplicaba pasáramos a su casa para hablar con él. Y puesto que has llegado ya, partamos, en seguida. Yo era un autómata que aun no tenía tiempo de reflexionar sobre mi desgracia; más bien dicho, sobre la desgracia de todos; aquello era tremendo e increíble. Salimos medio atontados por la brusquedad del golpe, y nos echamos a caminar por esas calles de Dios, encharcadas y llenas de lodo. La lluvia era más menuda, pero mucho más picante; y oleadas de un viento de hielo nos azotaban el rostro. Era tal la rapidez de nuestra marcha, que no había tiempo de hablar, y cada uno se entregaba por su lado a meditar sobre la brusca sacudida que nos daba el destino, cuando nos sentíamos más felices. Por lo que hace a mí, no hay palabras bastante enérgicas para expresar la infinita pena que me embargaba, al pensar en la pérdida del Maestro: aquello no tenía nombre, aquello era inconcebible, absurdo. Yo casi no lo creería sino hasta que la desgracia fuera evidente; hasta que el Maestro Floriani estuviera ya lejos de nosotros. La sorpresa de esta noticia me había hecho un daño terrible; sentía correr mi sangre febrilmente, y una repentina fiebre se apoderaba de mí por momentos. Esa noche sentí en mi ser los tormentos extraños que deben sentir los locos. Después de caminar largo tiempo, en medio de la lluvia y las brumas de esa horrible noche, llegamos por fin a la casa del Maestro. Sonó el aldabón de la puerta, fué a abrirla el viejo criado, y entramos todos conmovidos. Ingenuamente confieso que cuando me vi en aquel pequeño saloncíto, donde habíamos pasado ratos tan deliciosos, escuchando al Maestro, y pensé que todo aquello se perdía para siempre, poco me faltó para no echarme a llorar como un chiquillo, y suplicar a Floriani entre sollozos, que no se fuera, dejándonos en el más profundo abandono. Felizmente para mí no tuve tiempo de nada, pues cuando iba a meterme en hondas reflexiones, el Maestro Floriani, vestido correctamente con un traje negro, y sonriendo con visible tris-testeza, se presentó en el salón sacándonos de nuestro silencioso abatimiento. Al verlo nadie pudo hablar, ¿qué íbamos a decirle? Pero él con aquella ternura que le era peculiar, vino hacia nosotros, y abrazándonos uno a uno, «comprendo vuestra pena»—dijo—yo también siento con el alma separarme de ustedes; pero ¿qué se ha de hacer? mi arte así lo exige. Y entonces nos refirió detenidamente la necesidad de verse elevado a un puesto de esa naturaleza; la esperanza abrigada por él de ver adoptado en el Conservatorio de París su método; un método rigurosamente progresivo, en cuyo arreglo había trabajado largos años; las promesas halagadoras que se le hacían; además, el contrato ya firmado para dar una serie de conciertos, en compañía de un notable violinista. La necesidad de ir a París para ganar la gran opinión, esa opinión parisiense que vale tanto, y que da tanta gloria. La ilusión de ver allí publicadas sus obras, para instrumentarlas en seguida, y confiar su interpretación a esa gran orquesta del Conservatorio. ¡Ah! nosotros no sabíamos lo que era la ambición de gloria; él se sentía subyugado por esa idea, y luchaba, luchaba hasta verse coronado por ella; lucharía hasta sentirse llevado en sus enormes alas. Y todo esto, dicho con voz temblorosa por la emoción que le causara la idea de abandonarnos. En cuanto a nosotros, le escuchábamos conmovidos, y ninguno se atrevía a murmurar una frase de queja. Pero él volvía a tomar la palabra para demostrarnos que su partida era precisa, necesaria. Sin embargo—/re pe tía— esto no quiere decir que yo deje de querer a ustedes; a todos los llevo en el corazón. El recuerdo de ustedes me será grato siempre, y jamás olvidaré, que aquí dejo seres cariñosos y buenos que me quisieron mucho, y que pensarán una que otra vez en su Maestro, aunque él esté muy lejos de ellos ¿no es verdad? Aquí hubo una explosión de ternura, y entón-