DON DE, LAGRIMAR- Nació un principe. Era el primogénito, y la reina, queriendo forzar su destino con su anhelo de madre, le llamó “Feliz”, Apenas nacido llegaron a las puertas del palacio real todas las hadas del contorno. Venían cabalgando unas sobre hipogrifos y dragones; otras en carros de flores tirados por cándidas palomas, y la más inexperta y soñadora llegó modestamente acomodada sobre un rayo de luna. La reina recibió a las hadas, de antiguo conocidas suyas, y cada una fue dejando sobre la cuna del infante dones tras dones. —¡Serás hermoso! —¡Serás valiente! —¡Serás amado! —¡Sabrás vencer! —¡Sabrás reir! —¡Sabrás llorar!—comenzó a decir el hada de las lágrimas, última en el destile, que en pie junto a la cuna se disponía a derramar sobre los ojos del príncipe el contenido de ánfora misteriosa; pero la reina se interpuso rápidamente entre el hada y el niño, ¡l lorar su hijo, llorar su principe “Feliz"....! No, no podia ser. Suplicaba y plañía. ¡Que todas las lágrimas destinadas al hijo cayesen sobre su corazón de madre; que todas brotasen de sus ojos y marchitasen su corazón!.... El principe “Feliz” no debía conocer el llanto. El hada, como mujer y como inmortal dos veces or-gullosa, tomó a desprecio su petición; subió en su carro de iris tirado por murciélagos, y se fué aire adelante, enmarañando nubes; pero antes de marchar lanzó sobre el infante, a modo de maldición, estas palabras: —¡No sabrás llorar! La reina abrazó al principe llena de gozo. ¡Le había preservado de las lágrimas! Pero no le había librado del dolor; el niño sufrió como todos los mortales, y eran de ver las horribles muecas movidas por el dolor en aquel rostro infantil que, sin llorar, sufría; mirándolas aprendió la reina que el dolor sin lágrimas es dos veces dolor. Pasaron años. El principe era joven y gallardo; como pronosticaron sus egregias madrinas, sabia vencer, sabia reir, aprendió el goce; adivinó que la quintaesencia Sel gozar está en llorar de gozo; sintió la pena amarga de'no poder llorar y no pudo llorarla.... Y el principe “Feliz" fue el más infeliz de los príncipes. Discurría un melancólico atardecer por los /jardines del palacio, y en lo más intrincado del laberinto vislumbró un soldado de rudo cuerpo y marcial continente: con templando algo estaba a mpdo de áqr£o v.tdlÓB. que^en la mano tenía, y lágrimas tiernas brotaban de su corazón. Supo después el príncipe que aquello que el soldado miraba era un dorado rizo de mujer, y recrudecido su pesar por envidia al hombre aquel que lloraba de amor, abandonó la corte en busca de remedio. Surcó mares, traspuso . cumbres, recorrió valles y contempló frondas sin hallar nunca el suspirado venero de las utopias lágrimas. Volvió a la corte. La reina, muerta de angustia, demandó con públicos pregones remedio para el mal de su hijo. De no sé qué antros llegó una viejecita encorvada: —Tengo cien años—dijo—y sé cómo desarmar la cólera del hada de las lágrimas. Es preciso que una persona hermosa y ajena al principe arrostre mil peligros y llegue sola al palacio de la inmortal para implorar su perdón. Repitiéronse los pregones. Una chiquilla rubia sé presentó en la corte. —¡Yo iré! Reía al ofrecerse, con los labios, con la frente, como si toda la alegría de la tierra hubiese hecho nido en su corazón. —¡Que Dios te bendiga!—suspiró la reina mirándola partir. —¡Que vuelvas pronto!—dijo el principe “Feliz,” enamorado súbitamente de la chiquilla—. Volvió; la corte se vistió de gala para recibirla. Modesta y alegre contó las peripecias del viaje: abismos salvados, dragones vencidos. —Aquí tenéis, señor, el dón de lágrimas que tanto deseasteis, y puso en manos del príncipe ánfora primorosa y diminuta. Aquí está encerrada la esencia de todas las lágrimas que habéis deseado verter. Lloraréis, se ñor, por vez primera el día en que, sin vos procurarlo, rompáis el cristal que la guarda. —Y ¿qué pides en premio?—preguntó el principe, soñando colocar su corona sobre los rizos rubios de la niña. —Nada, señor. Sólo la compasión movió mi deseo de haceros feliz; en cuanto a mí, lo soy tanto, que no está mi dicha en poder vuestro,—replicó ella mientras nacía de sus ojos un rayo de amor. Siguió el príncipe la mirada de ella, y la encontró en los aires, cruzándose en un beso con la de aquel soldado al cual viera llorar un día de ternura en los jardines reales. Sintió el príncipe entonces mordedura de celos; crispó sus manos el despecho y se quebraron los cristales del ánfora. Y ante toda la corte que celebrara su sin par ventura, derramó el principe “Feliz” las primeras lágrimas, mucho más tristes que sus pasadas tristezas. G. Martínez SIERRA.