(Continúa del Domin-go anterior) •—Vuelva a preguntarme étimo lo mataron, Jaime—murmuró Gloom, irritado.—Parece imposible... ¿verdad? De todas maneras, consultaremos a un médico. No debemos olvidar que la señora Patterson estaba escuchando junto a la puerta del gabinete. Espéreme aquí... Ascendió por la espiral de hierro y salió del salón. En el pasillo se detuvo bruscamente, al notar que un hombre avanzaba presurosamente hacia él. El recién venido era un hombrecillo esmirriado, de edad madura, con una piel bronceada por el soj de los trópicos. Miró a Gloom sospechosamente^ —¿Quién es usted? ¿Y qué está, haciendo aquí? —Soy el inspector Gloom, de Scotland ¡Yard. ¿Quién es usted? —El doctor Koylake—manifestó el otro, tendiéndole la mano, aunque un poco molesto.—E¡ profesor’ Patterson me dejó dicho que me reuniera con ustedes al volver. ¿Supongo que no habrá sucedido nada desagradable? —Algo sumamente desagradable. ¡El profesor Patterson está muerto! — ¡Dios mío! ¿Qué es lo que...? —No sé—respondió Gloom, lúgubremente.—Es un caso curioso. Creo que no lograremos aclararlo nunca. Debo comunicarle la novedad a la señora Patterson. ¿Sabe usted dónde se encuentra? —En su salita, según creo. Yo... yo lo guiaré. ¿Cómo fué que el profe-Bor...? — Lo oirá dentro de un momento. No tiene objeto repetir tantas veces la triste historia. Lisa Patterson alzó la vista de su libro con sorpresa cuando los dos hombres entraron en su pequeña y confortable sala. Una sombra de temor veló como un relámpago sus ojos al ver a Gloom. —Tengo algunas malas noticias para usted, señora—dijo éste, brevemente.—Considero conveniente que también las escuche el señor Curtiss. ¿Podrá venir en este momento? -—Según creo, debe estar en su laboratorio- respondió la dama, poniéndose rápidamente de pie.—Iré a buscarlo. Abandonó la sala, y, a los pocos instant's, regresó ron un joven gallardo y de agradable rostro, a quien presentó como Carlos Curtiss. Gloom hizo un somero relato de la inner te del profesor. No mencionó el curioso sonido que oyera ni sus sospechas de que la muerte no había sido natural. Al hablar, sus ojos escrutaban todos los rostros, procurando sorprender las reacciones de los oyentes ante aquella noticia. Pero no pudo sacar ninguna conclusión de lo que vió. Tanto Lisa Patterson como Carlos Curtiss escucharon en un profundo silencio. Sus rostros conservaban una calma tan perfecta como si se hubieran entrenado para controlarlos. Gloom imaginó que ambos esperaban que sucediera algo semejante. Por otra parte, el doctor Koylake se mostró intrigado y curioso. —¿Cuál fué la causa de su muerte? — preguntó.—Patterson me dió siempre la impresión de ser un hombre sano. --Así es. No tengo la menor idea de la causa que pueda haber ocasionado bu muerte. — Soy médico. ¿No sería mejor que lo examinara y...? --No—replicó Gloom.—No quiero que nadie lo toque antes de que lo haya visto ti médico de policía. • ¡Oh!- exclamó la joven, llevándose la mano al corazón.— No supondrá usted que alguien lo ha... —Mi deber no consiste en pensar, se-fiora. Desde luego, será necesaria una Investigación. Y, ya que su marido me llamó... . — ¡Santo Dios!—comentó Koylake,— ¿De qué so trata? ¿Para qué pudo...? — -Mucho me temo que este no es el momento más apropiado para discutir semejante tema, doctor. Lo que yo quería decir o» que, ya que el profesor nos consultó, debemos encargarnos del a-sunto. * —Es natural. Pero eso no obsta para que yo pueda ayudarles... ¿verdad? Des de un punto de vista clínico, lo mejor es que Patterson sea examinado por un médico lo antes posible... ¡Hasta podría ser que no estuviera muerto! •—Está muerto. No cabe la más mínima duda Les pido que, per el momento, permanezcan en sus respectivas habitaciones. No creo que logremos aclarar este asunto, pero debo obrar lo mejor que pueda. ¿Puedo usar su teléfono, señora? La joven miró tímidamente a Curtiss como solicitando su consejo. El ayudante de laboratorio avanzó un paso impulsivamente. —Según parece, inspector—comenzó, vacilante,—sospecha usted que... supone que la muerte del profesor... —Nunca llegué a conclusiones semejantes, señor Curtiss — interrumpió Gloom, con gravedad.—Son muy perjudiciales. ¿Puedo usar el teléfono? —Sí, sí! ¡Desde luego!—asintó Usa Patterson, anhelante. Después de telefonear a Scotland Yard, Gloom regresó al museo. —¿Y bien?—interrogó Pratt. Gloom meneó la cabeza. —No he progresado uada. Esperare- El Hálito de la Muerte mos la opinión del médico. Esa muchacha está controlando admirablemente sus nervios, por una razón o por otra. —Si fué ella quien lo narcotizó, bien puede haberlo envenenado. —Pero... ¿y ese curioso sonido? No ganaremos nada con reflexionar, Jaime. Esperemos. Trate de averiguar algo de interés por medio de la sirvienta o del conserje. Y cuide de que nadie salga del Instituto. Pratt fué a cumplir la orden, y Gloom se dió a caminar por el vasto salón del museo, con pensativo gesto. No tardó en llegar el médico policial. Era un hombre calmado y modesto que conocía su oficio a la perfección, y escuchó atentamente los escasos detalles que Gloom pudo proporcionarle. —Ciertamente, el caso resulta un poco sospechoso—murmuró arrodillándose junto al muerto.—Y no parece víctima de un síncope cardíaco o de una apoplejía fulminante. No puedo dar una o-pinión más definida sin la autopsia. Completó un examen muy cuidadoso del cadáver antes de ponerse en pie. —Ni una marca—declaró.—Ni la huella de una jeringa hipodérmica. Si lo han asesinado, fué por medio de un veneno. Y no recuerdo ningún veneno que obre con tanta rapidez, después de haber sido administrado mucho antes. Me inclino a creer que, a fin de cuentas, la muerte obedece a causas naturales, inspector. —Es que usted no oyó aquel suspiro, o lo que fuere.. .—gruñó Gloom.—Hágame el favor de realizar la autopsia tan pronto como le sea posible. —Perfectamente. E[ médico se marchó para hacer los preparativos necesarios. Gloom, descontento, volvió a escudriñar todos los objetos contenidos en el museo, salió al balcón de abovedado techo que flanquea, ba la sala. Luego, una vitrina lo atrajo, y permaneció inmóvil, cerca de un minuto, contemplándola. —“Usado por los Jívaros del Ecuador”—leyó en la etiqueta.—Eso podría explicar el soplo de la muerte. ¡Dios me guarde de semejante encuentro! La vitrina tenía un tabique corredizo. Lo movió y estudió más de cerca su contenido. Volviendo las cosas a su lugar, miró hacia el sótano. E¡ cadáver del profesor, tendido junto a la puerta de la enor me caja empotrada, se veía nítidamente. Gloom frunció el ceño. —Pero no tiene ni una sola marca... —murmuró.—Y estaba de pie junto a la caja, del lado interno... Salvo que... La MUERTE del REY De Los DIAMANTES (Viene de la la. Página) hacían llegar a la suma de ^300.000,1)00. Y sin embargo, todo lo que el rey de los diamantes ha dejado a sus herederos la bicoca de $5.000,000, los que, después de pagarse el impuesto sobre la herencia, quedarán reducidos a una suma irrisoria, con la cual no se alcanzarán a cubrir todos los legados que dejara el difunto. Hubo un tiempo en que Solly Joel, el hombre que acaba de morir, llenó con sus hazañas las páginas de los rotativos de la tierra y su fortuna, era la envidia de todos los que marchan en pos del codiciado metal que vuelve locos a los hombres. Cuesta trabajo pensar que este personaje que en pocos años acumuló millones, murió solo, amargado y profundamente decepcionado de Ja vida y de los hombres. Su hija, a quien éste adorara, se casó contra su voluntad, lo que fue suficiente para que Solly Joel la arrojara de su casa y nunca más la volviera a ver. El empedernido jugador que mil veces desafió a la fortuna y mil veces resultó vencedor, no sabía perdonar. Su hija que, durante muchos años había sido la verdadera luz de su existencia, se casó con un hombre a quien quería pero al que Solly Joel no pudo nunca tolerar. Llevó t'*-' lejos su resentimiento, que el nombre de su yate que había sido bautizado con el mismo de su hija, fue inmediatamente substituido por otro. El cuarto de la joven, en la casa señorial de Londres, fue sellado, y nunca permitió que se hiciera la menor referencia al asunto. Y sin embargo, en el alma de este hombre persistía tremendo y doloroso el amor por su hija, pero Solly Joel no sabía perdonar, y no lo supo ni en su mismo lecho de muerte, pues cuando le hablaron de su hija se puso furibundo y hasta ej último momento rehusó verla. Murió sin dejarle un centavo en su testamento. La carrera de Solly Joel fue una cosa dramática y trágica a la vez; tan dramática y tan trágica como la industria del diamante en el Africa del Sur, ¡Santo Dios! Eso es..» Con su estatura, su cabeza... Descendió presurosamente la espiral de hierro. Se arrodilló junto al difunto y le recorrió con los dedos el alborotado cabello. Sus labios se plegaron en una sonrisa. —¡Ya está! Por algo no lográbamos. .. Se interrumpió bruscamente al oír ck nuevo el misterioso suspiro mortal. s a x Gloom, como un relámpago, se ocultó al amparo de la maciza hoja de hierro de la caja fuerte. Miró hacia el balcón. Nadie. Corriendo en zigzag entre vitrinas, alcanzó la escalera y subió velozmente Después de cerciorarse de que el balcón estaba desierto, se apresuró a salir al pasillo. También éste se hallaba solitario. Pero la puerta del aposento de Lisa Patterson se iba cerrando suavemente. Gloom corrió hacia él, irrumpiendo sin la formalidad de un golpe. Lisa Patterson y Curtiss lo miraron a-sombrados. —¿Dónde ha estado usted? —exclamó el policía, dirigiéndose al joven.— ¡Le había pedido que se quedara en su cuarto! —Yo... yo no he estado en ninguna parte, inspector.... —balbuceó Curtiss. —Acabo de ver esta puerta que se cerraba —afirmó Gloom. —La abrí hace un momento. Nos pareció que alguien corría por el pasillo, y tuve la curiosidad de mirar. No vi a nadie. Acabo de cerrar la puerta hace un momento..........¿verdad, Lisa? La joven asintió, fijo los ojos llenos de pánico en el rostro del inspector. —¿Dónde está el doctor Koylake? -—En su cuarto. — ¡Bien! Cierren esa puerta cuando yo salga. No le abra a nadie que no sea yo. ¿Dónde está el cuarto de Koylake? Al final del pasillo.... Lo guiaré.. .. —Es inútil. Lo encontraré solo. No se mueva de aquí. Cautelosamente, Gloom abrió la puerta y miró ei pasillo. Luego, se deslizó hacia fuera, cuidando de conservarse junto al muro, y se dirigió a la escalera. En el “hall” del piso bajo, el sargento Pratt estaba de guardia. —La muerte vuela por el primer piso, Jaime -—comunicó Gloom precipitadamente.— No aparezca por allí, y no deje salir a nadie. donde se han cometido cuantos atropellos y cuantas villanías puedan ocurrí rsele a un. lector imaginativo. Esas piedras chispeantes y preciosas que a-dornan las manos pálidas o las bellas gargantas de las bellas mujeres del mundo, están íntimamente ligadas a la lucha del hombre por arrancarlas de la tierra. La historia del descubrimiento de las minas dé diamante del Africa del Sur, y lo que a ésta siguió, no es, seguramente, un bello cuento, sino una epopeya de sórdida avaricia. El primer diamante que allí se descubriera fue, por una rara paradoja de la suerte, un objeto dé juegos infantiles. En las desoladas, candentes y malsanas regiones del Africa del Sur, hubo de golpe un momento de silencio cuando Schalk Van Nierik. nn negociante de oro de la región situada cerca del río Orange, examinó cuidadosamente la pequeña piedra que el muchacho hoer acababa de presentarle, esperando que se la devolviese para continuar su juego de bolas. Era éste el mejor juguete que el niño tenía. Nierik estaba dispuesto a pagar una pequeña cantidad por el curioso objeto que el niño le había presentado y estaba ya en el acto de entregarle la recompensa, cuando la madre se interpuso prohibiéndole a éste que recibiera un centavo por la piedra, que la buena, mujer consideraba de ningún valor. Y se la obsequió a Nierik. Y fue en el año de 1867 cuando se vino a saber que la pequeña piedra con que había jugado el gamín boer, era un diamante que pesaba 23 quilates y por el cual Sir Philip Wodehouse, gobernador de la Colonia del Cabo, había pagado $2,500. EMPIEZA LA AVALANCHA Dos años más tarde, en 1869, Swartz-boy, un pastor hotentote,—uno de los hombres de más suerte que hayan aparecido sobre la tierra,—ofrecía en venta una piedra que llevaba siempre consigo y por la cual pedía la suma de (Pasa a la Página Catorce) Sin esperar respuesta, Gloom a subir las escaleras de puntillas. Con el oído alerta, se encaminó silenciosa^ mente por el pasillo hacia el cuarto del doctor Koylake. Abrió sin golpear. encontró a nadie. —¿Dónde diablos estará? —murmuró.—Hay una escalera de servicio. Puede que.... Volvió al pasillo. Inmediatamente o. yó el soplo de la muerte. Se ocultó en la habitación, pero, a través de la puerta entornada vió una silueta que se desvanecía en el balcón del museo. Sin vacilar, Gloom salió por la puerta de servicio a la calle, y trepó al balcón por los soportes de hierro. Una voz trémula le advirtió: — ¡Atrás¡ ¡Atrás, o lo mato! Intrépidamente, siguió subiendo. Por encima de la balaustrada, apareció un rostro distorsionado por la rabia, se a-plicó algo a los labios y se oyó el soplo familiar que semejaba un suspiro. Gloom se replegó instintivamente debajo del balcón, a tiempo para esquivar la muerte que gimió a su oído. Pero los nervios traicionaron a su adversario. Perdió el equilibrio y cayó del balcón, desplomándose sobre la calzada. Luego quedó inerte. x x x —Supongo que el doctor Koylake debió pasar bastante tiempo en la América del Sur —manifestó Gloom, dirigiéndose a Curtiss poco después. —Así es. Vivió dos años con una tri» bu nativa. —¿Los Jívaros del Ecuador? •—Sí. Nos envió una maravillosa colección de .... Súbitamente, la verdad fulguró como una llamarada en el cerebro del joven. — ¡Cómo! —exclamó con horror.—* ¿Fué él quien........? —Sí, asintió Gloom.— Mató al profesor Patterson con uno de sus dardos envenenados. Encontré la flecha oculta en medio de su cabello. La cabeza de Pat tersen era la única parte de su cuerpo visible por encima de la caja fuerte. No creo que Koylake lo haya previsto. Fué cuestión de suerte. —¿Había robado la Placa Peruana? —Sí. Está en su habitación, en una. maleta de doble fondo. Narcotizó a Patterson, robó sus llaves, y se llevó la placa por una noche para obtener un molde y una fotografía que le permitiera reemplazarla por una imitación. Preparada ésta, dos días después, volvió a suministrar el narcótico, y colocó Ja imitación en lugar del original. Si Patterson no descubría la substitución antes de que Koylake se embarcara rumbo a América un par de días después, se hallaba a salvo. —Se imaginará usted cómo se sintió al saber, por la señora Patterson, que el profesor le estaba mostrando la placa a un inspector de Scotland Yard. Supuso que iba a descubrirse todo. Se ocultó en el balcón, y nos vigiló desde allí. Entonces, se dió cuenta de que Patterson no había advertido aún la impostura. Desesperado, resolvió eliminarlo para salvarse. Y el dardo mortífero partió de esa diminuta cerbatana. Luego, todos sus esfuerzos tendieron a recuperarlo para borrar sus huellas» aunque pudo ver que para nosotros la causa de la muerte era un misterio. Trató de aproximarse al cadáver, pero yo, aunque no sospechaba de él, no se lo permití. Entonces, acechó la oportunidad. Pero me vigilaba y vió que yo había encontrado el dardo en la cabellera do Patterson. Sintió pánico y tra^ tó de matarme. Tuve suerte. —Todo parece muy sencillo—comentó Pratt, locuaz por primera vez.— Pero no veo cómo pudo descubrir que... , —Una de las vitrinas del museo, Jaime, contiene una colección de cerbatanas y flechas envenenadas que usan los Jívaros del Ecuador. A pesar de ser muy metódico. Patterson no había podido evitar que entrara mucho polvo en la vitrina. Noté que una de las cerbatanas había sido recientemente usada. Eso me hizo reflexionar. Y cuando encontré el dardo... — Pero.. .¿Cómo supo que era Koylake? - ¿ —Tenía una m^uchita de polvo en los labios, que le quedaba al usar la-cerbatana. —¿Y estos dos?—insistió Pratt, indicando a la pareja. —Eso no tiene nada que ver con nosotros, Jaime. Hay entre ellos un secreto culpable, pero que no nos concierne. —¡Oh! ¡No es cierto!—exclamó ella» con vehemencia.— ¿Es lo que creía duardo! ¡Pero no es así! ¡Es verdad que... que nos amamos, pero no hemos hecho nada que pueda avergonzarnos? Eduardo era muy poco razonable, V cuando supe que la policía... — ¡Silencio, niña! ¿De modo que esa era la razón que le impulsó a escuchar detrás de la puerta? ¡Va por mal camino si supone que Scotland Yard ocupa de divorcios! Vamos, Jaime..* ¡Es hora de que entrevistemos a ese caballero que cultiva la “marihuana” e®-su invernáculo! ¡Tengo tan mala suerte, que es capaz de haberse envenenado a g< mismo! PAGINA 2