se destacaron del suelo, delante y detrás del muchacho, le advirtieron que había sido descubierto por los austríacos, los cuales tiraban hacía abajo, desde lo alto de la cuesta. Aquellas pequeñas nubes eran tierra echada al aire por las balas. Pero el tambor seguía corriendo precipitadamente. Al cabo de un rato, exclamó cons1 temado:—¡MSierto!—Pero no había acabado de decir la palabra, cuando vió levantarse al tamborcilío.—¡Ah, no ha sido más que una caída! dijo para sí y respiró.—El tambor, en efecto, volvió a correr con todas sus fuerzas, pero cojeaba.—Se ha torcido un pie, pensó el capitán.—Alguna nube-cilla de polvo se levantaba aquí y allá, en torno del muchacho; pero siempre más lejos. Estaba salvo. El capitán lanzó una exclamación de triunfo. Pero siguió acompañándolo con. los ojos, temblando, porque era cuestión de minutos. Si no llegaba pronto abajo con la esquela en que pedía inmediato socorro, todos sus soldados caían muertos, o tenía que rendirse y caer prisionero con ellos. EJ muchacho corría rápidamente un rato; después detenia el paso cojeando; tomaba carrera luego de nuevo, pero a cada instante necesitaba detenerse.—Quizá ha sido una contusión ei» el pie por una bala, pensó el capitán. Y reparaba temblando todos sus mo- vimientos; y excitado, le hablaba como si pudiera oírlo. Medía incesantemente con la vista el espacio que mediaba entre el muchacho que corría y el círculo de armas que veía allá lejos, en la llanura, en medio de los campos de trigo, dorados por el sol. Entretanto oía el silbido y el estruendo de las balas en las habitaciones de abajo, las voces de mando y los gritos de rabia de los oficiales y sargentos; los agudos lamentos de los heridos, y el ruido de los muebles que se rompían y del yeso que se desmoronaba.—¡Animo! ¡Valor! grítala, siguiendo con la mirada al tamborcilío que se alejaba. ¡Adelante! ¡Corre! ¡Se para!__¡Maldición! ¡Ah, vuelve a emprender la marcha!—Un oficial sube anhelante a decirle que los enemigos, sin interrumpir el fuego, ondean un pañuelo blanco para intimar la rendición.—¡Que no se responda! gritó el capitán, sin apartar la mirada del muchacho, que estaba ya en la llanura, pero que no corría ya, y parecía que desalentaba al llegar.— ¡Anda!___¡Corre!— decía el capitán apretando los dientes y los puños: desángrate, muere, desgraciado, pero llega.—Después lanzó una imprecación horrible.—¡Ah! El infame holgazán se ha sentado.—El muchacho, en efecto, que hasta entonces se le había visto sobresalir la cabeza por cima * un campo de trigo, se había perdido de vista, como si se hubiese caído. Pero al cabo de un momento, su cabeza volvió fli verse fuera: al fin se perdió detrás de los sembrados, y el capitán ya no lo vió más. Entonces bajó impetuosamente; las balas llovían; los cuartos estaban llenos de heridos, algunos de los cuales daban vueltas como borrachos, agarrándose a los muebles; las paredes y el suelo estaban teñidos de sangré; los cadáveres yacían en los umbrales de las puertas; el teniente tenía el brazo derecho destrozado por una bala; el humo y la pólvora lo envolvían todo. .—¡Animo! gritó el capitán. ¡Firmes en sus puestos! ¡Van a venir socorros! ¡Un poco de valor aún! Los austríacos se habían acercado más; se veían, ya entre el humo, sus caras descompuestas; se oía, entre el estrépito de los tiros, su gritería salvaje, que insultaba, intimaba la rendición y amenazaba con el degüello. Algún soldado, aterrorizado, se retiraba detrás de las ventanas, y lo^ sargentos lo empujaban hacia delante. ' Pero el Riego de los sitiados aflojaba, el desaliento se veía en todos los rostros; no era'ya posible llevar más allá la resistencia. Llegó un momento en que el ataque de los austríacos se hizo más sensible, y una vo? de trueno gritó, primero en alemán, en italiano después: —¡Rendios!—¡No! gritó el capitán desde una ventana.—Y el fuego volvió a empezar más certero y más rabioso por ambas partes. Cayeron otros soldados. Ya había más de una ventana sijn defensores. El momento fatal era inminente. El capitán gritaba con voz que se le ahogaba en la garganta.—¡No vienen! ¡No vienen! Y corría furioso de un lado a otro, arqueando el sable con su mano convulsa, resuelto a morir. Entonces un sargento, bajando de la buhardilla, gritó con voz estentórea:—¡Ya llegan !—4 Ya llegan! repitió -een un-gri-to^de alegría el capitán. Al oír aquellos gritos, todos, sanos, heridos, sargentos, oficiales, se asomaron a las ventanas, y la resistencia se redobló ferozmente otra vez. De allí a pocos instantes se notó una especie Ge vacilación y un principio de desorden entre los enemigos. De pronto, muy de prisa, el capitán reunió algunos soldados en el piso bajo para contener el ímpetu d« fuera, con bayoneta calada. Después volvió arriba. Apenas llegó, oyó un rumor de pasos precipitados, acompañado de un ¡hu rra! formidable, y vieron desde las ventanas avanzar entre el humo los sombreros apuntados de los carabineros italianos, un escuadrón a escape tendido, y un brillante centelleo de espadas que hendían el aire, en molinete por cima de las cabezas, sobre los hombros y encima de las espaldas: entonces el pequeño piquete reunido por el capitán salió a bayoneta calada fuera de la puerta. Lx>s enemigos vacilaron, se resolvieron, y al fin emprendieron la retirada: el terreno quedó desocupado, la casa estuvo libre, y poco después dos batallones de infantería italiano^ y dos cañones^ ocuparon la álturá. El capitán, con los soldados que le quedaron, se incorporó a su regimiento, peleó aún, y fué ligeramente herido en la mano izquierda de una bala rebotada en el último ataque a la bayoneta. La jornada acabó con la victoria de los nuestros. Pero al día siguiente, habiendo vuelto a combatir, los italianos fueron vencidos a pesar de su valerosa resistencia, por mayor número de austríacos, y la mañana del 26 tuvieron tristemente que retirarse hacia el Min-cio. El capitán, aunque herido, anduvo a pie con sus soldados, cansados y silenciosos, y llegaban al ponerse el sol a Goito, sobre"él” Minció; buscó en seguido a su teniente, que había sido recogido con el brazo roto por nuestra ambulancia, y debía haber llegado, allí antes que él. Le indicaron una iglesia donde se había instalado precipitadamente el hospital de campaña. Se fué allí; la iglesia estaba llena de heridos colocados en filas de camas y de colchones extendidos sobre el suelo: dos médicos y varios practicantes iban y venían afanados, y oíanse gritos ahogados, y gemidos. Apenas entró el capitán, se detuvo y dirigió una mirada a su alrededor en busca de su oficial. . En aquel momento se oyó llama: por una voz apagada muy próxima: —¡Mi capitán! Se volvió: era el tamborcilío. Estaba tendido sobre un catre de madera, cubierto hasta el pecho por una tosca cortina de "ventana, de cuadros rosa y blancos, con los brazos fuera, pálido y demacrado, pero siempre con sus ojos brillantes como dos ascuas. * »