WELLINGTON MANOR/ Por GABRIEL NAVARRO Redactor de loe Diarios LOZANO Una Intensa Novela Policíaca Sobre la Vida en Holtywood (Concluye del Domingo Anterior) CAPITULO V" Y ULTIMO le he edad y ee sus rasgos a la tribu mirada en uliuniui —-De manera—dijo gravemente el inspector Brown—que usted está seguro de que podría ... —Solo necesito dos agentes con una orden de la Inspección, señor. Ya explicado que ... El inspector levantó la mano cha, la palma extendida hacia el te, indicando a Jim Forbes que no era necesario repetir lo antes dicho. Estaban solos en la oficina privada, habían- dere- fren- do con vehemencia desde hacía más de quince minutos, mientras Morris London volaba desde el restorán donde dejara olvidado el sombrero al recibir el telefonema del sargento Clark. Para un hombre de menos perspicacia que un agente de policía, avezado a reconocer a cualquiera bajo el disfraz más complicado, no hubiese sido empresa fácil identificar al joven reportero, siempre bien trajeado, siempre rebosando limpieza y alegría por todos los poros, con aquel individuo que presentaba el más completo aspecto de men digo que darse pudiera. Media pulgada de barba cubría su rostro, ordinariamente bien afeitado; el pelo caía en mechones hirsutos sobre la frente y en lugar del eterno flux impecable, aparecía envuelto en harapos que un “tramp” hubiese desdeñado recoger en la vía pública. En sus ojos se leía la fatiga, y solo su voz, aquella voz sonora y optimista que lo caracterizaba, era la misma de otros tiempos: si acaso, ligeramente trémula por la emoción. El inspector oprimió el botón de un “buzzer” eléctrico, y un zumbido correspondió, dentro, con el movimiento de la mano. Un agente uniformado se presentó en la puerta del despacho. •—Diga al sargento Clark que me man de dos hombres, de los de mayor confianza en la policía reservada. El ordenanza salió tras una ligera inclinación de cabeza. Brown se volvió a Jim Forbes: —Recuerde—le dijo—que ha empeñado su palabra. Bien sabe que hay una orden de arresto contra usted ... —Lo sé. Lo he leído en los periódicos. No deseo sino una hora, dos agentes listos y... el resto corre de mi cuenta. En ese momento entró, jadeante, el capitán London. —Ajá!—dijo con aire de triunfo—. El ratón ha caído por sí solo, ¿eh? Volviéndose a Forbes, con una sonrisa sarcástica en los labios, lo bañó en una mirada escrutadora, de pies a cabeza. —Te ha dado miedo, ¿no? Crees que presentándote, el fallo del jurado será más benigno... y puede que tengas razón. Pero te advierto que hace una hora tu amante lo ha confesado todo; que ya tenemos en nuestras manos una declaración escrita y firmada por ella. ¡Eres muy listo, Jim Forbes! Pero, por sí te interesa, te diré que yo sabía desde el domingo quien mató a Setin: Tú, con ella, en la más condenatoria complicidad. Brown y Forbes lo miraron con cu- El detective eontiiTtai». te agradezco trabajo de rlosldad. —Después de todo, haberme ahorrado el prehenderte en persona. Estábamos sobre tu pista, y mañana a primera hora te hubiese detenido. ¿Lo ha con- el a-ya —¿Qué le part^ El otro se encogió —No se por qué ha hecho usted eso— dijo—; a la verdad, no me explico cómo el mozalbete haya podido engañarlo... de hombros. la ra los que estaban en el cuarto. Tendría unos cuarenta años de adivinaba desde luego por flsonóinicos, que pertenecía yaqui. Al sentarse paseó la su torno y con las manos esposadas m arregló un mechón de pelo que le caía sobre la frente. El inspector Brown inició ei interrogatorio: —Vamos a ver, 'Aguila Negra”—le di Jo—; se te acusa de haber matado al director Morris Setln el domingo 22 de este mes, a las nueve o las diez do la noche, poco mas o menos. ¿Qué tiene» que decir a eso? El yaqui se humedeció los labios con fesado todo?—preguntó dirigiéndose al inspector. Este lo miró con indiferencia. —Dice que puede presentar al criminal—se limitó a explicar. London se volvió a Jim, poniéndose los brazos en jarras. —Conque sí., ¿eh? Ya te he dicho que reconozco que eres muy listo. La verdad es la siguiente: no pudiste salir de la ciudad y tu escondrijo resultaba peligroso, por ser ya conocido de la policía. No te quedaba más que jugar el todo por el todo, y has pretendido un golpe de audacia desconcertante, presentándote con la peregrina declaración de que “puedes entregar al criminal”. ¡Como que el criminal eres tu mis mo! Vamos, hombre, que esto parece un juego de niños... Y se echó a reír nerviosamente, como si acabase de oir el cuento más divertido. Jim no decía una palabra, mirándolo con expresión despectiva. Dos a-gentes vestidos de civiles entraron al despacho cerrando la puerta tras de si. Brown habló a uno de ellos: —Frank—le dijo—: este hombre los va a conducir a donde está el matador de Setin. Hay que ser prudentes y no disparar sino en caso de resistencia, y eso, apuntando a los pies. Todavía no olvidan los periódicos nuestra última “aprehensión” y el público se resiste a creer que sea necesario matar a loa reos, antes de traerlos aquí. —Vendrá vivo—declaró Frank con una sonrisa—; pierda usted cuidado. —Estoy listo—terció Forbes—; el tiempo vuela y es preciso salir cuanto antes. London se puso de espaldas a ]a puerta como si tratase de impedir el paso de los agentes. —Hay que ponerle las esposas—dijo muy agitado—; este muchacho es un criminal muy peligroso. —Ha dado su palabra de honor y creo en ella—aclaró Brown—; además, el e-ditor dej “Eevening Star” asegura que responde de él. Acabamos de tener una conferencia telefónica. Ante la rotunda declaración, el detective movió la cabeza en un gesto resignado, apartándose de la puerta. I^os tres hombres salieron dejando a Morris y al inspector solos en el despacho. Brown cogió de su escritorio una caja de puros, ofreciendo uno al detective quien aceptó maquinalmente. Ambos encendieron en silencio. Al fin, tras de las primeras bocanadas de humo, Brown se sentó en la orilla de la mesa y preguntó a su compañero: —Dice que si en una hora no presenta al culpable, se sujetará a las consecuencias de la acusación. Después de todo, no hay en su caso sino lo que en la jerga jurídica llamamos “evidencia circunstanciar*... —Pero eso destruye mi obra de una semana entera de análisis y de investigaciones científicas. El estudio que del caso he hecho, me hace estar casi seguro de que Jim Forbes es el asesino. —Casi.. ha dicho usted. En un caso tan embrollado como este, nadie puede decir la última palabra hasta que la culpabilidad quede comprobada plenamente, si no ae obtiene una espontánea confesión. —Allá ustedes. Yo creo haber cumplido con mi deber. Y puesto que mis servicios ya no son útiles, me retiro, inspector Brown. —Si yo fuera, usted—le dijo este con calma—no obraría tan precipitadamente. Quédese aquí. Su cooperación me será altamente útil en ei interrogatorio. London volvió a encogerse de hombros, con un gesto de! mas profundo desagrado. De pronto, se abalanzó sobre el teléfono, pidiendo un número a la central. Brown lo miraba con gesto especiante. —Un detective de su fama—pensó— debe tener recursos geniales. Hubo un corto silencio al cabo del cual se oyó la voz del detective en el aparato. —Oiga usted—dijo—mire si he dejado ahí mi sombrero... Brown no pudo menos que ecliarse a reir. XXX Eran ya las primeras horas de la madrugada, cuando un grupo de hombres entraba en el famoso cuarto amarillo, templo del “tercer grado”, Némesís de los sospechosos de cualquier hecho criminal. El inspector Brown entró ej primero, seguido de Morris London, en cuyo gesto podía adivinarse la más terrible contrariedad. Dos agentes de uniforme se instalaron en los rincones de la estancia, y el taquígrafo tomó asiento frente a la mesita, con un cuadernillo entre las manos. Jim Forbes, con un gesto de mal disimulada alegría, ocupó una de las sillas plegadizas. Los agentes que lo habían acompañado colocaron en e¡ sillón de madera, bajo la luz potente de la lámpara, a un individuo cuyo aspecto revelaba un estado de mediana embriaguez. El tipo era enteramente desconocido la punta de la lengua. —¿Qué quieres que diga?—preguntó a su vez, con un acento que revelaba su poca familiaridad con la lengua In* glosa. —Que respondas sí es cierto o no. El indio buscó con la mirada a For-bes. Cuando estuvo cara a cara con él, se concretó a decirle con los dientes a-prelados: —¡Soplón! Hubo una pausa que parecía interminable. Todos los ojos estaban fijos en los labios del detenido. Brown insistió: —Habla, “Aguila Negra*'. Recuerda que con la policía no se juega. —Bueno .. <—dijo con desgano el a-ludido—si ya lo vomitó este todo, ¿qué quieres que yo diga? Yo no supe que lo había matado... —¿Confiesas entonces, que fuiste el criminal? —Yo no se. Este dice ... —Si se me permite—terció Forbes— le preguntaré yo mismo. —La ley lo prohíbe, joven-contestó Brown—; pero puede repetir lo que me dijo antes, a solas, y nosotros iremos preguntando a “Aguila Negra**. Puede usted empezar. Jim acercó su silla ai círculo de lux. —La noche del domingo pasado—comenzó diciendo—cuando terminó la función en el carnaval que está actualmente instalado a espaldas do Wellington Manor, “Aguila Negra” se puso a ensayar con sr mujer su acto del tiro de puñales. En la función había estado tan borracho, que no se atrevió a realizarlo, aconsejado por su misma mujer, que le ayuda en ej acto. “Voy a explicar a usted en que consiste, si me lo permiten, el acto de “A-guila Negra” en el carnaval. En el programa figura indistintamente como “el yaqui salvaje de Arizona” y “el rey de los puñales”. Noche a noche estremece al público lanzando una docena de esas armas en torno de la figura de su mujer, que recargada en un tabique espera impasible los acontecimientos. La destreza de “Aguila Negra” en tan peligroso juego, le valió hace años contratos muy buenos en los circos, pero su afición a la bebida lo ha hecho irlos perdiendo, hasta venir a parar a un carnaval de segunda clase . “E¡ domingo por la noche, como he dicho antes, ambos se quedaron fuera de las tiendas cuando el público abandonó el espectáculo, y “Aguila Negra* insistió en ensayar su juego, asegurando que la falta de práctica era lo que le < )a Pigina Quince) PAGINA 11